“El Prado”
En la Tudela de los años sesenta
del siglo pasado, los jóvenes, la mayoría no disponíamos de coches, y el lugar
habitual donde realizábamos los juegos amorosos las parejas era en “el Prao”.
El Prado no tiene nada que ver con el concepto de prado como lugar tapizado de
hierba que asociamos a los prados del norte. En este caso, el nuestro, es el
paseo situado en la ribera derecha del Ebro y que hoy conserva el mismo nombre
de entonces, aunque no el mismo aspecto. El quiosco era el mismo, así como los
árboles de todo el paseo, excepto unos que había junto al quiosco que se
talaron.
Cuando oscurecía, existía cierta iluminación hasta el
quiosco, a partir de este había dos o tres bombillas mortecinas que iluminaban
a trechos hasta la calleja de Ochoa, hoy Gladis, y que la mayoría de las veces
estaban rotas por los habituales de la zona en busca de mayor intimidad; a
partir de dicha calleja reinaba la oscuridad más absoluta.
Este paseo era el lugar habitual donde las parejas iban a
gozar de sus escarceos amorosos; en verano la afluencia era masiva, había
noches, sobre todo los sábados, en que era imposible encontrar un banco libre e
incluso había problema para encontrar un árbol
libre en cuyo tronco apoyarse, o un sitio en el atoque que recorría el
lado izquierdo del paseo hasta la susodicha calleja, guardando cierta distancia
para preservar la intimidad; había días en que, al parecer, estábamos todos
allí. La mayoría pienso que eran juegos amorosos inocentes como los que se
llevaban en aquella época, aunque probablemente muchos embarazos no buscados se
gestaron, y nunca tan bien dicho, en dicho paseo.
Creo que el grado de
evolución de los intercambios amorosos estaba en relación con las distintas
zonas del paseo: en un primer momento el quiosco era una zona fronteriza y se
buscaba el acomodo en los bancos o en el atoque de la zona iluminada; conforme
se iba intimando y en sucesivas salidas ya se buscaban zonas más en penumbra, y
después ya oscuras del todo; el pasar de la calleja de Ochoa ya era una zona
tremendamente comprometida y lugar para los ya iniciados; el ir a la “peñica”
equivalía a llegar, al menos teóricamente, a los niveles más avanzados en las
relaciones; cuando un chico decía que había llevado a una chica a la “peñica” -
final del paseo- equivalía tanto como llevarla al pajar, aunque yo creo que no
era para tanto. Nosotros fuimos una generación de presumir mucho y hacer poco;
la generación de nuestros padres que fue la del pajar, seguramente fueron mucho
más discretos y efectivos.
El “Prao” no sólo se utilizaba en verano, también en todo
tiempo, incluso en invierno; entonces, como he dicho, la mayoría no disponíamos
de coche y había que capear el temporal como se podía. Todavía recuerdo
divertido, como en pleno invierno, algunas parejas se metían en la oscuridad
del paseo a paso ligero como quien va a una urgencia o a un deber que corre
prisa y con el que hay que cumplir a pesar de la inclemencias del tiempo; luego
se les veía salir con la misma prisa porque iban a dar las diez y la chica tenía
que estar en casa para esa hora. ¡Eran cosas de la naturaleza!
“El Prao” era un lugar aceptado para tales menesteres, y
nadie se extrañaba de que parejas de novios ya consolidadas frecuentasen el
paseo; el que lo hiciesen parejas primerizas, sobre todo si iban “agarrados”,
era señal de relación con visos de estabilidad, y si no llegaba a ser así la
honra de la chica podía quedar dañada. Había parejas sin compromiso que iban
charlando con aparente indiferencia, incluso comiendo pipas, como si fuesen paseando
por los lugares más céntricos y que hubiesen llegado allí despistados; en
cuanto se introducían en la zona oscura, las pipas dejaban de ser el motivo de
atención para centrarse en otros goces más agradables y perentorios hasta
entonces disimulado con la sal de las pipas, aunque, según dicen, había alguna
chica que seguía comiéndolas mientras realizaba los juegos amorosos. (Nicolás
Fernández de Moratín relata en uno de sus libros, que había una chica en Madrid
que solía comer cerezas y escupía los huesos intentando llegar al techo,
mientras estaba en tales menesteres). Cuando volvían a salir de la zona,
sacaban de nuevo la bolsa de pipas del bolsillo y, como si tal cosa, se
reintegraban a la zona habitual de paseos inocentes. A veces, algún destrozo en
el cardado del pelo, el rimel corrido, algún rastro de pintalabios, o algún
botón desabrochado o mal abrochado, hacían sospechar que algo más que comer
pipas habían estado haciendo.
A pesar de todo, aquella fue una época de una muy fuerte
represión sexual que nos impidió acercarnos al sexo contrario con naturalidad,
y eso dio origen a no pocas alteraciones en el comportamiento y, en todo caso,
a vivir estas sensaciones con culpabilidad.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías"
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías"
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