La cachera.
A veces, estoy sentado leyendo, pensando o viendo la televisión,
y de forma distraída me toco la frente, las sienes, o el cuero cabelludo en un
gesto maquinal como queriendo aumentar mi capacidad de concentración o de
reflexión. En la parte izquierda de mi frente, justo debajo del cabello, tengo
una cicatriz de unos dos centímetros, un tanto anfractuosa, que cuando topo con
ella me traslada a mi infancia. La herida me la produjo una piedra en una de
aquellas luchas en las que, tal vez guiados por instintos ancestrales,
librábamos las cuadrillas de niños de los distintos barrios de Tudela.
En aquellos barrios pululábamos gran cantidad de chavales que
formábamos cuadrillas en las que la belicosidad, el juego a guerras, las
luchas, eran con frecuencia objeto de
nuestros pasatiempos.
Los grupos, o las “bandas”, nos titulábamos por el nombre de
los barrios a los que pertenecíamos; así, estaban los de la Virgen de la Cabeza , los del Puente del
Ebro, los del Paseo de Invierno, los del Puente Mancho, los del Cofrete, etc.
Yo pertenecía a los de la Plaza
de San Jaime. Estas bandas tenían su prestigio: los de la Virgen de la Cabeza y los del puente del
Ebro eran más belicosos y agresivos que los demás, y cualquier disputa con
ellos estaba condenada al fracaso, incluso simplemente nombrar que dichas
cuadrillas iban a participar en una reyerta era suficiente para que los demás
no nos presentáramos. Había otras cuadrillas a las que los demás les teníamos
ganas, como eran los del Paseo de Invierno; en ella estaban integrados casi
todos niños de casa bien de Tudela, y en general eran niños bien vestidos, bien
alimentados, a los que los demás, supongo, mirábamos con cierta envidia. Los de
mi barrio no tengo idea de que fuéramos especialmente violentos, pero de vez en
cuando nos retaban y había que salir a defender nuestro honor. Las luchas
solían ser en “los cabezos”, en la zona de “El Cristo”, y nuestras diferencias
las dirimíamos con las armas más primitivas: “a pedradas”; generalmente
acababan cuando la superioridad de uno de los grupos era manifiesta y los otros
se retiraban perseguidos por los vencedores, o cuando alguien por algún golpe
empezaba a sangrar e incluso a llorar; esto último estaba mal visto, y a pesar
de recibir la pedrada correspondiente se le trataba de “nena”. Como ven, desde
muy niños mi generación teníamos claro que había que ser muy machos, al menos
de fachada y actitudes. Cuando sucedía uno de estos percances con lesiones más
o menos aparatosas, la cuadrilla contraria se batía en retirada, asustados por
las consecuencias que aquello pudiera traer.
En una de estas
reyertas una piedra me abrió la frente que el practicante de mi barrio cerró
poniéndome varias grapas de aquellas metálicas; ese es el origen de la cicatriz
que acaricio con mis dedos cuando hurgo entre mis canas, buscando intensificar
la reflexión sobre algún asunto y que, momentáneamente, me saca de este mundo y
me traslada a la niñez y primera juventud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Libre