miércoles, 29 de enero de 2014

Lo subjetivo en la enfermedad

LO SUBJETIVO EN LA ENFERMEDAD.

En la enfermedad, hay una visión objetiva fundada en resultados analíticos e instrumentales, que es la que utilizamos habitualmente los profesionales sanitarios. Es imprescindible para la valoración del caso. Si sólo existiese este factor, el ejercicio diagnostico sería relativamente sencillo, pues los cuadros clínicos se ajustarían a las descripciones aceptadas. Pero hay un aspecto subjetivo, que va hacer que las manifestaciones de una misma enfermedad sean muy diversas según los distintos individuos. Va a depender de determinadas variantes anatómicas, fisiológicas, de la evolución del proceso, de la forma de vivir la enfermedad cada paciente influido por muy diversas variables, desde su estructura psicológica, apoyo social, relación con el equipo sanitario, estado de ansiedad, depresión, etc. De hecho, una misma patología puede ser vivida de forma muy distinta por diferentes pacientes, incluso por el mismo en diferentes momentos. Este aspecto, a veces, no lo valoramos adecuadamente los sanitarios. Nuestra misión es, ayudar a la realidad vivida por el paciente, no sólo a la realidad que puede parecer objetiva. Además, hay que tener en cuenta, que también tenemos nuestra propia subjetividad a la hora de analizar lo que nos está relatando la persona que tenemos delante. Esta subjetividad nuestra, dependerá asimismo de nuestra forma de ser, de nuestros valores, de nuestras creencias, de nuestras ideas políticas, de nuestra forma de estar ese día, de si sintonizamos o no con ese paciente. Son  aspectos que van a influir en la relación. Debemos intentar ser conscientes de ellos, ser auto-críticos y controlar nuestra forma de estar, de actuar  e incluso de pensar. Entre paciente y sanitario se dan fenómenos de transferencia y contra-transferencia que es preciso tener en cuenta.
Además de vivir la enfermedad de forma distinta, existen también formas distintas de expresar los síntomas que, asimismo, dependen de características culturales, psicológicas y sociales. En determinados grupos sociales, el que los varones muestren debilidad ante el dolor está mal visto; en otros sin embargo, las manifestaciones pueden ser exageradas. Hay pacientes que hacen de sus síntomas una forma de relación con los demás: sólo hablan de sus males, incluso a algunos les permite mantener determinados privilegios en su entorno. Otros, sin embargo, sufren en silencio y hay que insistirles para que manifiesten qué les sucede.
La enfermedad se sabe que puede acontecer, pero muchas personas no tienen conciencia de lo que es, hasta que la sufren ellas o alguno de sus seres queridos. En ese momento, si creen que está en peligro la vida o el sufrimiento es grande, se produce lo que E. Pellegrino[i] llama una “desintegración” y una “caotización”. Cuando se está enfermo la percepción subjetiva del propio cuerpo se transforma, con una reducción de los otros intereses personales y una focalización creciente en él. El resto de las cuestiones quedan desplazadas a un segundo término. Los síntomas que produce impiden ocuparse de otros intereses. También se produce una alteración de la esfera de valores: es un momento de crisis que puede hacer replantearse los valores éticos e incluso los de carácter religioso. La función del médico es, intentar poner en orden su integridad, tanto física como psicológica, teniendo en cuenta sus valores.
Este esquema no siempre es así. En un primer momento hay pacientes que ponen en marcha mecanismos compensadores tanto en el ámbito físico como psicológico, que tienden a mantener el equilibrio y la serenidad,  incluso pueden mantenerse y reforzarse los aspectos psicológicos y hasta su sistema de valores. Cuando los mecanismos de compensación fracasan, es cuando surge la “desintegración” y la “caotización” referidas. El momento en que esto sucede, depende de la gravedad de la enfermedad en primer lugar, pero fundamentalmente, de la estructura psicológica del paciente.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: "Para comprender al enfermo" 





viernes, 24 de enero de 2014

La duda


Duda.


 Según el diccionario de la Real Academia, duda es la indeterminación entre dos o más juicios o decisiones. El concepto de duda entraña tener que elegir entre varias opciones, ya sean ideas, personas, cosas, actos o actitudes. Aunque me he referido a dos o más alternativas, esta situación cobra todo su significado cuando se reducen a dos, es como si el acto decisorio nos pusiera entre la espada y la pared.

El hecho de dudar, llevado al extremo, supone dejar la mente suspendida sin el basamento sólido de la certidumbre; es como sentir el cosquilleo desagradable de la velocidad, la inestabilidad del vértigo, el miedo a lo desconocido; supone en definitiva sensación de inseguridad, desasosiego y ansiedad.

La duda puede durar desde unos segundos, hasta toda la vida. Toda primera acción o la introspección de un concepto requiere pasar por el tamiz de la duda, al menos durante unos segundos, el tiempo necesario para decidir si nos lanzamos o no a ejecutarla, o a reflexionar antes de asumir la idea en cuestión. Esta situación no puede durar mucho, pues genera ansiedad de forma progresiva y llegaría un momento en que no podríamos tolerarla. Exige, en un tiempo prudencial, resolverla o almacenarla como “duda”, sin estar debatiéndola de forma continua, aunque  hay que revisarla de vez en cuando.

En la praxis, la duda tiene el límite del momento de iniciar la acción, y no siempre nos permite la indeterminación o manifestarla como duda. Hay casos en que tenemos que tomar decisiones, aun sin estar plenamente convencidos. En estas circunstancias hay que asumirlas, aun en el caso de que resulten erróneas.

No todas las personas aceptan la duda; existen individuos que dan la impresión de tenerlo todo claro, no se les ve nunca dudar, actúan de forma compulsiva, incluso con agresividad si piensan que los demás perciben sus dudas. Son personas que no pueden tolerar la ansiedad que se produce en los momentos de indecisión, y esa misma intolerancia, como la pescadilla que se muerde la cola, les lleva a crear cada vez más ansiedad; necesitan en todo momento pisar firme; el flotar les produce un vértigo que no pueden tolerar.

Existen asimismo personas que se debaten en una permanente duda, con  miedo continuo a equivocarse o a tomar partido; sólo se sienten seguros en su reducido y frágil territorio; se colocan siempre en el borde de la tapia; necesitan ser aceptados por todos y a todos intentan contentar. No se puede contar con ellos para ningún cometido que requiera cierto compromiso o riesgo.

La sociedad  valora la duda  de forma negativa, necesita que sus ídolos sociales, sus líderes, se muestren firmes, seguros, omnipotentes, poco humanos, casi dioses, para sentirse protegidos, para que esa seguridad se proyecte sobre ellos; es un fenómeno social que ha permitido que determinados líderes hayan sido capaces de inducir a las masas a realizar verdaderas atrocidades, fundándose exclusivamente en su carisma; una de las características del carisma es la sensación que emana del líder de todopoderoso, de seguridad, en definitiva de no dudar.

La carencia de dudas es también propia de personas primitivas y poco inteligentes; las pocas verdades y los códigos que utilizan son los que les enseñaron, nunca los han elaborado ni los han puesto en tela de juicio, y todo lo resuelven con esas elementales reglas.

El dudar, reflexionar y resolver, es un ejercicio intelectual que mejora nuestra capacidad de discernir, nos reafirma en nuestra condición de seres humanos limitados y, al mismo tiempo, capaces de grandes logros. En definitiva, la madurez, el ir madurando, pues el proceso no se acaba nunca, está jalonado de un rosario de dudas y reflexiones que, bien llevadas, nos conducen de forma progresiva a sentir esa sensación interior mezcla de humildad y  de profunda sabiduría, que nos puede llevar por el camino de cierta plenitud.
   Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías"
 

domingo, 19 de enero de 2014

Somos frecuentemente "poses"; y, algunos, "solo poses."

             


                      

              Vulnerabilidad del ser humano               En el momento histórico que vivimos, nos parece que el ser humano lo puede prácticamente todo. Estamos acostumbrados a recibir y a trasmitir la idea de que con fuerza, tesón, trabajo y suerte, se consigue lo que uno se propone. Todo es cuestión de voluntad y perseverancia. Es el mensaje que solemos trasmitir a nuestros hijos para motivarles a que persigan metas materiales en el futuro. Es una constante que utilicemos estos argumentos, que no dejan de tener parte de razón. Pero es así, sólo en parte. El espíritu de lucha y el trabajo son necesarios y, tal vez, con ellos se consigan metas materiales, pero solemos olvidar aspectos muy importantes que van a ser determinantes en el grado de felicidad que puedan disfrutar a lo largo de la vida, como son los valores. Gran parte de la felicidad que consigan, está dentro de ellos mismos, no hay que buscarla fuera. Los medios de comunicación, los ídolos sociales, la tecnología... nos trasmiten la sensación de omnipotencia, de que dominamos el mundo, de que en el momento histórico en que vivimos todo es posible.

 Hemos llegado a la luna, estamos camino de Marte, el trasplante es una intervención rutinaria, la terapia y la investigación genética prometen avances espectaculares en un progreso de vértigo, que no nos da tiempo de ir asimilando. Pero, dentro de esta vorágine, tal vez estamos más solos que nunca. El tipo de sociedad que nos está tocando vivir, nos lleva a la competitividad, al consumo, en general a una vida vacía de contenidos que, a la larga, nos va a producir mucha infelicidad o, al menos, nos va impedir tener las herramientas necesarias para afrontar el fracaso, la decrepitud, la enfermedad, la soledad y la muerte.              En el ser humano, individualmente, influyen y actúan una serie de factores que van a quebrar nuestra seguridad tanto física como psicológica, que nos van hacer sufrir y van a originar que desaparezca ese halo de fuerza y de omnipotencia que a veces nos acompaña, y que la sociedad, en este momento, está trasmitiendo como del triunfador social. No deja de ser una pose. Todos somos conscientes de nuestra propia debilidad, manifestada y vivida en numerosas ocasiones, yo diría que casi diariamente, y en momentos, de forma especialmente acusada. Pasamos periodos de inseguridad y de angustia en el trabajo, en nuestras relaciones personales, en nuestra vida familiar, por problemas económicos, por amenazas a nuestra salud o la de nuestros seres queridos, por nuestras propias inseguridades y contradicciones. Nuestra realidad, o al menos una parte importante de ella, es la que observamos cuando nos despojamos de todos los artefactos con que nos relacionamos habitualmente. Entonces, somos conscientes de nuestra propia debilidad, en definitiva de nuestra vulnerabilidad. Vulnerabilidad significa fragilidad, precariedad.La vulnerabilidad se podría definir, como la labilidad del ser humano frente a un agente agresor, o que se vive con agresor, real o imaginario, frente a las propias vivencias, frente a circunstancias adversas, incluso a circunstancias consideradas por otros como normales. Hay un componente subjetivo importante en el hecho de sentirse vulnerable.
 Ángel Cornago Sánchez. De mi libro. “Comprender al enfermo”. Eds SalTerrae.

miércoles, 15 de enero de 2014

Enfermedades psicosomáticas


 

            Enfermedades psicosomáticas.

 
           Dentro de las causas que provocan enfermedad,  unas son muy concretas, otras, aunque desconocidas, nadie duda de que el paciente está enfermo por los síntomas y lesiones que presenta, pero existen otras, en las que ni los síntomas tienen entidad clínica, ni se acompañan de alteraciones demostrables. Me parece importante resaltar esta forma de enfermar. En la práctica clínica nos encontramos, con frecuencia, después de diversos y a veces numerosos estudios, con el diagnóstico de enfermedad psicosomática.
          Tienen como característica: a) El ser de difícil diagnóstico, al que generalmente se llega por exclusión de un trastorno orgánico después de múltiples exploraciones. b) El ser consideradas por los médicos como de poca entidad, a pesar de que hacen sufrir mucho a los pacientes. c) Éstos a su vez, a menudo, las identifican con “no tener nada”, tal vez por falta de las adecuadas explicaciones; en consecuencia, se sienten incomprendidos al no encontrar justificación a sus síntomas. d) Además, son de tratamiento difícil.
Existen discrepancias sobre el concepto de enfermedad psicosomática: desde los que consideran que enfermedades psicosomáticas son todas, ya que cuando el ser humano enferma lo hace de forma unitaria, sufriendo su psique y su soma, hasta los que consideran, en mi opinión erróneamente, que estas enfermedades son imaginarias. Habitualmente entendemos por tales, aquellas que se manifiestan por síntomas que son vividos como físicos pero cuya causa es psicológica. Esta situación, mantenida, según muchos autores puede llegar a ocasionar lesiones orgánicas.

Tienen como características más importantes: 1) Que son muy frecuentes. 2) Que se manifiestan por síntomas físicos sin poder demostrar una alteración estructural o bioquímica que los justifique. 3) Que se acompañan de trastornos psicológicos a veces muy difíciles de verificar. 4) Que generalmente el paciente no es consciente de que padece un problema psicológico sino físico, por lo que acude al especialista organicista correspondiente.

 Los propios pacientes se niegan frecuentemente a admitir una causa psicológica, pues la somatización, al fin y al cabo, es un mecanismo de defensa. Produce menos sufrimiento presentar un dolor pseudorgánico, que enfrentarse a un conflicto psicológico de difícil solución.

La incidencia es alta.  Según A. Haynal.- W. Pasini[i]: Del 20 al 50 % de las consultas de un médico de medicina general o de un especialista en Medicina Interna son pacientes psicosomáticos. Según la O.M.S., el 10 % de los pacientes que se ven en las consultas de Medicina General, son enfermos depresivos; esta proporción parece ir en aumento. Sólo un 5-10% de los problemas de salud mental, son vistos por especialistas (psicólogos o psiquiatras.) El resto acude al médico de Medicina General o recibe ayuda profana (Guimon 1983.)

Vemos pues, la gran proporción de enfermos con trastornos vividos como físicos cuya causa es psicológica, que acuden a pedir ayuda a profesionales sólo preparados en medicina orgánica y que, en general, no son capaces de tratarlos de forma eficaz.

Debemos dejar claro que el trastorno psicosomático “se siente”: el paciente no se imagina los síntomas, sino que los percibe del mismo modo que los orgánicos. Las lesiones de las estructuras son las que diagnosticamos con cierta facilidad, teniendo muchos más problemas para diagnosticar las enfermedades psicosomáticas.

También es cierto que, a veces,  enfermedades graves se pueden manifestar al principio por síntomas psicosomáticos. En la práctica clínica es muy importante hacer una muy buena medicina orgánica, con buena preparación de los profesionales, utilizando los medios diagnósticos necesarios, teniendo en cuenta las vivencias psicológicas del paciente y teniendo empatía y comprensión con sus vivencias y sus temores. En toda enfermedad, aunque sea fundamentalmente orgánica, hay un componente psicológico que los sanitarios no debemos dejar de valorar y tratar.

Continuaré con estos temas.

 

Ángel Cornago Sánchez. De mi libro “Para comprender al enfermo”

 



[i] A. Haynal-W. Pasini. Manual de Medicina Psicosomática. Toray-masson. 1980

sábado, 11 de enero de 2014

Salud y proyecto de vida


SALUD Y PROYECTO DE VIDA.

 

El informe del Hastings Center[i] define la salud, como “la experiencia de bienestar e integridad del cuerpo y de la mente, caracterizada por una aceptable ausencia de condiciones patológicas y, consecuentemente, por la capacidad de la persona para perseguir sus metas vitales y para funcionar en su contexto social y laboral habitual”. Es una definición mucho más realista que la de la OMS ya que matiza: “una aceptable ausencia de condiciones patológicas”, a diferencia de la definición de la OMS que hablaba “de completo bienestar...”, lo cual es una utopía.

 El concepto de salud aún tiene un matiz que me parece muy importante para definirla. Salud no es sólo encontrarse bien físicamente, estar sereno psicológicamente, no tener problemas espirituales ni sociales, ni incluso tener una capacidad aceptable para perseguir las metas vitales. Salud es vivir motivado por “un impulso vital”, tener un “proyecto de vida” por el que moverse y al que dirigirse. No de forma compulsiva, pues la compulsión, además de producir angustia, hace desaparecer el resto de los factores de la vida que son  importantes; por eso hay que perseguirlo de forma equilibrada. El impulso debe ir dirigido, a un proyecto de vida proporcionado a lo que uno es y a las aptitudes individuales. No se puede pretender ser un buen profesional de una actividad determinada si no se tiene aptitudes para ella. Tampoco se puede pretender ser de los mejores futbolistas del mundo, aunque se tengan buenas aptitudes, pues el llegar a determinadas cotas, supone la convergencia de otros factores que no dependen de uno mismo. Además, es conveniente contar con la posibilidad de que se puede fracasar. Son aspectos que conviene tener en cuenta para no frustrarse y sentirse fracasado. Un impulso desproporcionado, lo más probable es que sea motivo de infelicidad. Sin embargo, el impulso vital si es adecuado y proporcionado, permite que alguna de las otras facetas del sentirse con salud, no sean todo lo saludables que debieran, cosa por otra parte frecuente, pues es una utopía que nos encontremos siempre bien, física, psicológica, espiritual y socialmente. Estos determinados sinsabores se pueden, de alguna forma, compensar con el impulso vital, que no debe funcionar como tal mecanismo como primera finalidad, pues en este caso sería un refugio, que puede servir, pero no entraría dentro del concepto de plenitud de salud. Una persona puede tener una incapacidad física, pero tener una rica vida  intelectual que le permite compensar su deficiencia. Este impulso vital  tendrá más fuerza si es por algo no material, aunque no necesariamente trascendente. El impulso vital, es algo por lo que merece la pena vivir. No es una predestinación que la pueden sentir los fanáticos, sino unas vivencias que el individuo las siente “como que llenan su vida” y le compensan, al menos en parte, del resto de los aspectos negativos. Esta vivencia, por supuesto, es muy individualizada y cada persona puede tener la suya. Pueden ser ideales humanistas, políticos, religiosos, profesionales, de trabajo, aficiones, afectos, incluso, perseguir el dinero o el poder. No es saludable dejar pasar los días sin esperar ni buscar nada; hay que vivir por algo. Esta actitud, permite sobrellevar las alteraciones en los otros aspectos que hacen que no nos sintamos con plena salud. De hecho, muchas personas enferman o aparece la enfermedad, al dejar de “vivir por algo”...

Ángel Cornago Sánchez. De mi libro "Para comprender al enfermo"

 



[i]The Goals of Medicine:Setting New Priorities.The Hastings Center Report 1996.Tradcc Rodriguez Pozo

lunes, 6 de enero de 2014

Los poderositos


Los poderositos.

 

El poder cambia al ser humano. No sé qué autor dijo que, para saber cómo es una persona hay que analizarla ostentando poder.

Es sabido que el poder se persigue y es muy difícil, yo diría que imposible, que alguien llegue a tener una cota de poder importante y no la haya buscado de una u otra manera. Es lícito, siempre que el fin no sea el propio provecho, sino los objetivos para los que ha sido creado dicho poder, y siempre que para conseguirlo se respeten las normas éticas. Hay profesiones que lo llevan implícito.

También es cierto que el poder tiene sus servidumbres, una de ellas, tal vez la más importante, que hay que renunciar con frecuencia a determinadas convicciones en pos de mantener o conseguir el poder. Es la perversión del objetivo del poder en política, que debería ser servicio a los ciudadanos y no el poder en sí. El eterno problema de: “el fin justifica los medios”. Peligrosísimo, por que se han hecho barbaridades fundándose en tal axioma, incluso grupos, apoyándose en psicópatas, se justifican para matar; tenemos ejemplos cerca. Los gobiernos tienen sus “cloacas del estado” donde también rige tal axioma. Estos poderosos o aspirantes a tales, son el cáncer de una sociedad libre.

El poder es perseguido por muchas personas, y basta tener pequeñas cotas de poder para que salga la catadura ética, moral y humana que cada uno lleva dentro. No es preciso que el poder objetivamente sea muy importante, incluso se observa más en los ámbitos pequeños donde no suelen existir mecanismos de control; este tipo de sujetos, intentan sentirse grandes en sus pequeñas parcelas; todos conocemos a guardias municipales y a otras personas con uniforme, a funcionarios de ventanilla, profesores, médicos, directores de empresas, jueces, etc. y, hasta padres de familia, que se comportan de forma altiva y soberbia, y están demostrando permanentemente sus pequeñas o grandes cotas de decisión sobre sus subordinados; cuando la posibilidad de decisión es más influyente y visible, como en el caso de algunos políticos, lo hacen notar; en realidad se diferencian muy poco de los anteriores, sólo en el grado y el disimulo. Todos estos son los “imbéciles poderositos”, que además suelen ser malas personas, pues esas pequeñas cotas las viven como algo propio, utilizando a los demás para magnificar su poderío.

La sociedad está plagada de estos individuos, porque todavía persisten las ideas trasnochadas, en algunas empresas, de que a los subordinados, hay que tenerlos controlados, mejor dicho sometidos, y utilizan mandos condicionados por el servilismo y, así va todo, porque en general se trata de gente mediocre al servicio de otros poderosos más inteligentes, a veces de la misma calaña.

A estos imbéciles poderosos, que en las empresas, o en el trabajo, en sus profesiones, se comportan con prepotencia y despotismo con las personas sobre las que tienen poder de decisión, es a los que me refiero; suele ser gente miserable que se rodea de gente manejable pero interesada, para tener controlados al resto. También me refiero a esos imbéciles poderosos que en el momento que consiguen esa cota de poder, renuncian a sus  orígenes, a sus raíces, y se comportan socialmente como clase dominante.

Por supuesto que hay empresarios, políticos, personas con uniforme, honrados y respetuosos, y que la mayoría de los jueces son independientes. Todos ellos junto con los intelectuales, no esclavos de ideologías, tienen mucho que decir para iluminar el futuro.

 Ángel Cornago. De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías".

jueves, 2 de enero de 2014

Nuevo año


Nuevo año 

 

El final de año, en un ejercicio que tiene mucho de banal y un tanto de ingenuo, suele ser el momento en que nos planteamos que,  a partir de las doce campanadas del día treinta y uno del año que se acaba, las circunstancias del año venidero van a ser distintas para bien, y que nuestra “suerte” va a cambiar. Como si el calendario en un escorzo casi mágico colocase los astros de tal forma que, irremediablemente, fueran a influir sobre nuestro destino, nuestras vidas y las de nuestros seres queridos, de forma favorable.

Si lo razonamos, no tiene ninguna lógica, pues el día uno de enero no tiene por qué ser distinto del treinta y uno, y en realidad no lo suele ser; puede hacer más o menos frío, llover, nevar, etc., nada distinto de los que puede suceder cualquier otro día. Sin embargo, se parece al “día de año nuevo” del año anterior, en la resaca que tal vez nos han dejado los excesos de la celebración de la “noche vieja”, y en los buenos momentos vividos con nuestros familiares y amigos. Generalmente empezamos el año, relajados, felices, y con resaca.

A pesar de estos razonamientos, sin embargo, estos momentos de catarsis colectiva, son muy positivos. Seguro que ni los astros ni el calendario van a cambiar nuestra vida, pero la podemos cambiar nosotros con esa actitud y esa esperanza de futuro, que con cada campanada y con cada una de las doce uvas, proyectamos sobre el futuro. Es como si con las doce uvas estuviéramos ingiriendo, amuletos de felicidad futura.

Inmediatamente después, lo celebramos como si lo hubiéramos conseguido. Es como si con el año viejo hubiésemos sacudido las sandalias del polvo del camino, dejando lo negativo, disponiéndonos a afrontar el trecho del nuevo año con nuevo ímpetu, con fuerzas renovadas y con esperanza.

Es muy positiva la celebración, por la reunión con familiares y amigos en un ambiente de alegría, de esperanza, de desmadre colectivo. De alguna forma nos conjuramos con el destino para atraer las fuerzas positivas.

En el plano personal, realmente el año próximo puede ser distinto, puede ser mejor, hay que proyectarlo así; para conseguir algo hay que quererlo desde lo más profundo, siempre que sea razonable. Hay que tener esperanza.

En lo social, no dejar de reivindicar y de exigir la regeneración de nuestro sistema democrático, en este momento putrefacto y sometido a los poderes económicos. Creo que iremos a mejor, por que peor que ahora no puede estar, y no me refiero a lo económico, sino a la salud de nuestra democracia. Hay exigencias incuestionables: poder judicial y jueces independientes, base fundamental del estado de derecho. Políticos honrados, que persigan la justicia social con una mejor distribución de la riqueza.

Mi solidaridad y mi afecto para las personas que el año terminado haya sido duro, hayan sufrido desgracias, o les haya dejado heridas difíciles de cicatrizar.

A todas y todos, que tengáis un buen año 2014.

 

Ángel Cornago Sánchez