viernes, 22 de agosto de 2014

Los Fayos, pueblo con encanto de Aragón.


Los Fayos tiene una fascinación especial en mi vida, las causas no son del caso, pero tal vez la más importante es que en casa de mis abuelos me sentía muy feliz; la relación con ellos fue profundamente afectiva, y mi estancia en el pueblo durante los meses de verano constituía un alto en mi vida infantil que me fue sumamente beneficiosa psicológicamente; creo que en esos meses vivía lo que debe de ser una infancia feliz.
Los Fayos, para quien no lo conozca, es un pintoresco pueblo situado en las faldas del Moncayo, más concretamente aguas abajo del nacimiento del río Queiles. Situado debajo de un cortado a pico de la roca, se me antoja que es de existencia muy antigua. Hay cuevas en diversas zonas construidas por el hombre en plena vertical, cuyo acceso debía de ser por lianas, escalas de cuerda u otro sistema que en un momento determinado permitiese hacerlas completamente inaccesibles; las entradas eran al parecer  por la parte alta. Encima del pueblo hay una grande, la llamada cueva de Caco, con habitaciones cavadas dentro y un gran pozo en la parte más alta que se llenaba con la lluvia de un barranquizo próximo canalizado por un pequeño túnel hasta dentro de la cueva; de niño me he deslizado a gatas por este túnel hasta el precipicio. La entrada a esta cueva se hacía desde lo alto de la peña; desde la carretera, mejor con prismáticos, se puede ver el trayecto que seguían sus moradores para acceder a ella: un trayecto sumamente peligroso pero muy fácil de defender. Recuerdo de niño que en el mismo borde del precipicio había una gruesa pared que tiraron porque caían piedras sobre las casas del pueblo. Al parecer esta cueva, en la edad media, fue utilizada como castillo, pero su origen debe de ser mucho más remoto.
Algo que me extraña sobremanera, es el que no se sepa nada o muy poco sobre su historia; a veces pienso que es una ignorancia interesada por parte de las autoridades, por el proyecto muy antiguo de la construcción de un pantano, que en el momento actual ya es realidad; tal vez esta sea la causa de que nunca se haya investigado seriamente el origen de este pueblo y de sus vestigios arqueológicos. Incluso, durante la construcción de dicho pantano, con los movimientos de tierras se descubrió un fósil de una animal grande, pues he podido ver un diente del tamaño de un puño, que alguien pudo recuperar antes de que, rápidamente, lo cubrieran de cemento, no fuera que les pararan las obras, y al parecer había muchos intereses. Creo que hicieron fotos que deben de estar archivadas.
Le tengo un cariño especial a este pequeño pueblo y a sus gentes que conozco desde niño, entre los que me he encontrado feliz y cómodo. Hoy sigue siendo mi refugio.
En Los Fayos había una banda de música que el maestro de la escuela había formado con mozos del pueblo. Para mí, aquella banda sonaba muy bien, aunque supongo que no debían de ser unos virtuosos; tocaban en la procesión, en misa acompañando en sus cantos al “batanero”, en los conciertos del mediodía y en los bailables de la noche.
El “Batanero” era un hombre del pueblo que ejercía de sacristán de la iglesia, y en los días de fiesta grande, desde el coro, cantaba la misa en latín manejando los grandes salterios como si de un cura experimentado se tratara. Los sones de la banda en la iglesia, los latinajos del Batanero, la misa solemne, las mujeres con sus mejores galas con grandes y trabajados velos cubriéndoles la cabeza, los hombres con trajes de pana, chalecos y alpargatas en general negros, daban un ambiente de fiesta que recuerdo como días importantes que me ha tocado vivir.
Unidos a  los sonidos de la banda asocio los de las bombardas que se hacían explosionar durante la procesión, y que retumbaban de forma especial en la vertical de la peña. Los cantos de los “gozos a San Benito” por parte de los hombres del pueblo, esos mismos hombres a los que había oído blasfemar en tantas ocasiones, y que el día de la fiesta cantaban con todas sus fuerzas en honor del santo; el ambiente era festivo y para mí constituían el sumun de mi felicidad infantil. De hecho mi sensación de felicidad ha estado siempre muy en relación con la felicidad o desgracia vivida en mi entorno; es como si fuese demasiado sensible o vulnerable a lo que me rodea.
Después de la procesión, mientras que los adultos tomaban vermut y la banda acomodada a la sombra en la esquina de la plaza interpretaba lo que se llamaba concierto, los niños nos dedicábamos a quemar martinas o a explosionar los petardos que comprábamos en los vendedores ambulantes que venían durante las fiestas.
El segundo día de fiestas, al día siguiente del de la patrona, traían el toro; unos días antes se había preparado la plaza vallándola con maderas de chopo que se subían al hombro desde la carretera donde estaban apiladas secándose; había que subirlas por las empinadas escaleras de la plaza, tarea ardua en ocasiones cuando se trataban de largos y gruesos troncos. El toril era la barbería, situada en la misma plaza, en la que en tiempo normal cortaba el pelo y afeitaba el practicante del pueblo. El tejado del toril era el estrado donde tocaba la banda por las noches.
La llegada del toro era todo un acontecimiento; cuando se oía llegar el camión en la lejanía, el corazón se nos aceleraba y era como si sintiéramos ya el peligro. Un niño algo más joven que yo se subía al último piso de su casa y apenas salía en todas las fiestas. Lo soltaban a la entrada de la calle Larga previa colocación de una soga atada a los cuernos; el recorrido del encierro prácticamente era todo el pueblo, pues dadas sus características, con un carro y unos tableros a la entrada y otros a la salida quedaba cerrado sin posibilidad de que se escapara. Las casas estaban abiertas, y eran lugar de refugio para cualquiera que lo necesitara; en alguna ocasión el toro se llegó a colar en una entrada y creo que entró hasta la cuadra donde estaban las caballerías. Las fiestas consistían en eso, toro por la mañana, por la tarde, y el baile de la hora del vermut, de la tarde y de la noche. Casi todos los años el toro se escapaba, aunque en realidad lo dejaban escapar para aumentar la diversión, pues con la soga siempre había posibilidad de sujetarlo; en estos casos cualquier árbol, o incluso el río, era nuestro lugar de resguardo para evitar las embestidas. En una ocasión recuerdo que no hubo posibilidad de cogerlo y tuvo que matarlo a tiros la guardia civil en el “soto blanco”.
El último día de fiestas se llevaba al toro  ensogado hasta la hornacina situada a los pies de la ermita de San Benito, se rodeaba con la soga hasta que se le dejaba inmóvil, y allí el matarife le clavaba el cuchillo en el cuello. La calle era pendiente y la sangre bajaba cuesta abajo dejando un reguero de coágulos viscosos; había personas con verrugas en las manos que metían las manos en la herida del toro porque, según decían, era un remedio seguro. Al día siguiente todo el pueblo se comía al animal en un ambiente de confraternidad.
Ángel Cornago Sánchez