viernes, 26 de septiembre de 2014

Peregrino, un burro peculiar y rencoroso.



Las imágenes visuales que evocamos con más facilidad son las caras de familiares directos con los que hemos tenido relación especial y ya han desaparecido o están lejos; para mí,  por ejemplo, las caras de mis abuelos de Los Fayos; la de mi abuela con su piel arrugada pero fina como el terciopelo, pálida y sonrosada, su pelo blanco recogido en moño, su pequeña estatura, sus manos deformadas por el reuma, su rostro amable y cariñoso con los ojos azules y vivos. Mi abuelo alto, delgado, pelo ralo, cano, ojos azules y claros, piel arrugada, brazos y manos grandes y toscas, piernas torpes, todo él emanando sencillez, bondad y cariño.
Mi abuelo, para las labores del campo tenía un burro que llamaba Peregrino; del nombre no sé el origen ni el motivo. “Peregrino” era un burro de tamaño medio, no tenía la contundencia y estatura de un jumento de postín, pero tampoco era como esos pollinos enanos y paticortos en los que cuando sus amos van montados arrastran las alpargatas por el suelo; de color gris, una raya negra recorría todo el espinazo hasta el rabo y remarcaba los bordes de sus orejas. Era, como todos los burros, obstinado, terco, reservón, y resignado en un momento dado. Cuando de niño iba a casa de mis abuelos, casi antes de verles a ellos entraba a la cuadra a ver a Peregrino, me sentaba encima de un saco de paja, y allí pasaba un rato observándolo. Sentía un profundo cariño por aquel animal, a pesar de que alguna vez me jugó alguna mala pasada.
 Uno de esos días que llegué de Tudela, entré en la cuadra y después de estar un rato acariciándole y observándolo, decidí mostrarle mi cariño dándole una buena cena; sin que se enterara mi abuelo fui llenando el pesebre de remolachas, patatas, manzanas, calabazas, hasta que estuvo casi lleno; intentaba echar una última remolacha y, de repente, sentí la pata trasera del burro en mi pecho que me dio un tremendo empujón y me tiró contra la pared opuesta. Por lo visto el burro no se las había visto mejor en su vida, con una cena tan suculenta y abundante; seguramente interpretó que en vez de ir a echarle más comida iba a quitársela, o le estaba impidiendo con mi insistencia dar cuenta de ella; de lo que estoy seguro es de que no quiso hacerme daño, pues no fue una coz con un golpe seco que podía haberme partido el pecho y haberme matado, fue simplemente apartarme con un gran empujón, y creo que hasta con cuidado; no me ocasionó ni el más mínimo rasguño, sólo el susto. Nadie se enteró.
De madrugada, muchos días mi abuelo y yo íbamos al campo; nos montábamos en el burro que ya se sabía, por la costumbre, todas las huertas donde solíamos ir a trabajar; cuando pasábamos por la más cercana al pueblo, obstinado trataba de meterse en ella, y así sucesivamente hasta que enfilábamos el camino de la que estaba a hora y media de camino, que llamábamos “el río de la casa”; entonces, el burro, disminuía el paso con nosotros a su lomo, empezaba a sacudir la cabeza y las orejas y, con paso cansino, como resignado y deprimido, tomaba el camino que irremediablemente le iba a suponer un esfuerzo considerable; había una chopera junto al río que atravesábamos poco antes de llegar, y el burro, rencoroso, se acercaba todo lo que podía a los viejos troncos con intención de  rozar nuestras piernas contra ellos y desmontarnos. Hace poco tiempo estuve con un vecino de Vozmediano al que mi abuelo se lo vendió cuando ya no podía dominarlo; con este hombre trabajó durante años y, cuando era ya muy viejo, se lo vendió a un gitano. Pobre suerte la de estos animales que van de mano en mano dependiendo de su rentabilidad, y quien sabe si desgarrando sus sentimientos.

Ángel Cornago SánchezburroPeregrinolos fayos

sábado, 20 de septiembre de 2014

LAS APARIENCIAS SON MÁS IMPORTANTES QUE EL FONDO

El fondo y las formas.
PUBLICIDADEs algo consustancial al ser humano revestirnos de artefactos, adoptar formas, poses y actitudes que tienen por finalidad trasmitir una imagen determinada a las personas de nuestro entorno y, en definitiva, comunicar una serie de características de nuestra personalidad ,o de nuestro estado en ese momento, reales o no, que el sujeto en cuestión pretende que sean conocidas por los demás. Es una forma de comunicación no verbal que ocupa un lugar preeminente dentro de las formas de comunicarnos.
Esta forma de relacionarnos ha existido siempre, e incluso la utilizan también los animales. Algunos de ellos, como el gato y el jabalí, erizan su pelo cuando están en actitud agresiva, el pavo real extiende su cola para atraer a la hembra, el camaleón cambia de color cuando se siente en peligro, el león ruge para hacer notar su  poderío, etc. Los pueblos primitivos se sirven de adornos y de pinturas para distinguir al jefe, al hechicero o a los guerreros. En la sociedad actual existen una serie de profesiones que matizan sus funciones y sus rangos por medio de signos; como más representativos, los militares con el uniforme, los jueces con la toga, y los miembros de las religiones  con los hábitos y ornamentos. En definitiva, existen en el ser humano y en los animales una serie de mecanismos de comportamiento que tienen por finalidad mostrar su rango, u otras más concretas como la defensa del territorio, de la vida o el mantenimiento de la especie.
El ser humano actual utiliza también estos mecanismos, pero además utiliza otros que tienen una diferencia sustancial en cuanto a su finalidad. El hombre de nuestra sociedad trata de demostrar que tiene un status determinado dentro del grupo social al que pertenece, se corresponda o no con la realidad, y eso porque sabe de la importancia que tienen este tipo de atributos para que los demás lo valoren. Trata de vivir en un barrio determinado, tener un coche de determinada marca, usar ropa de reconocida calidad, llevar joyas, frecuentar determinados locales, codearse con personas prestigiadas socialmente. Los ademanes forzados, la forma de hablar son otros mecanismos que tratan de comunicar características de su personalidad.
La generalización en estas formas de comportamiento se debe a dos factores, por una parte a la teórica igualdad de oportunidades que hace que cualquier persona pueda aspirar a ocupar un lugar destacado socialmente; aunque no lo pueda ocupar, como dicho status va unido a unos signos externos, estos signos se convierten en finalidad siendo más asequible conseguirlos que el status en sí. La otra razón, a mi juicio la más importante, es que en la sociedad actual los valores y los ídolos sociales son muy superficiales; valoramos al hombre rico, al que aparenta seguridad, al que tiene desparpajo, al que tiene poder, o cualidades como la  belleza, la elegancia, la fuerza, la agresividad, la juventud, etc. quedando otras, como la inteligencia, la honradez, la bondad, o contenidos como el arte, la ciencia, la cultura, etc., en muy segundo lugar. Podemos decir pues, que en este momento social existe una valoración excesiva de aspectos superficiales en menoscabo de valores más profundos y fundamentales.
 Mantener un status determinado basado en conseguir signos externos valorados socialmente, puede ser la finalidad básica de muchas familias que llegan a sacrificar aspectos mucho más importantes. Para determinadas personas, el tener una ropa de marca o un coche ostentoso, en el ambiente que frecuentan, puede ser muy importante y utilizan todas sus energías para conseguir esos fines, incluso si su economía no está en relación con esas necesidades sacrifican otras más básicas para obtener dichos fines.
Esto lleva a que haya una discrepancia entre lo que se es y lo que se quiere aparentar, y algo que la naturaleza creó para ocasiones determinadas, en general trascendentes, se convierte en una actitud crónica por motivos vacíos que pueden no tener ninguna recompensa. Viven una existencia superficial condicionada por uno y mil factores sin contenido de los que llegan a sentirse esclavos. Esta forma de vida esta llena de insatisfacciones y es fuente de frustración y hastío.
Aunque el refranero español es sabio y dice que “el hábito no hace al monje”, en la sociedad actual parece que impera la creencia de que el hábito sí que hace al monje. Esto lo saben muy bien las empresas de consumo, que intentan vendernos sus productos basando su publicidad en lo accesorio y no en lo fundamental; casi no nos hablan del producto en cuestión, pero nos lo presentan asociado a mujeres bellas, coches ostentosos, marcos paradisíacos o personas valoradas socialmente. Lo mismo sucede con los partidos políticos, sus líderes deben ser fundamentalmente buenos vendedores, con ademanes, elocuencia y, a poder ser buena presencia, más que personas con contenido.
Respecto a las vivencias personales, el que exista una disociación traumática entre lo que se es y lo que nos gustaría, ser lleva a una permanente frustración y, por tanto, a una permanente infelicidad.
Aceptarnos como somos y llenar de contenido nuestra vida, es imprescindible para conseguir cotas de felicidad.

                Ángel Cornago Sánchez. De mi libro,  “Arraigos, melindres y acedías”