Las imágenes visuales que evocamos con más facilidad son las
caras de familiares directos con los que hemos tenido relación especial y ya
han desaparecido o están lejos; para mí,
por ejemplo, las caras de mis abuelos de Los Fayos; la de mi abuela con
su piel arrugada pero fina como el terciopelo, pálida y sonrosada, su pelo
blanco recogido en moño, su pequeña estatura, sus manos deformadas por el
reuma, su rostro amable y cariñoso con los ojos azules y vivos. Mi abuelo alto,
delgado, pelo ralo, cano, ojos azules y claros, piel arrugada, brazos y manos
grandes y toscas, piernas torpes, todo él emanando sencillez, bondad y cariño.
Mi abuelo, para las labores del campo tenía un burro que
llamaba “Peregrino”; del nombre no sé el origen ni el
motivo. “Peregrino” era un burro de tamaño medio, no tenía la contundencia y
estatura de un jumento de postín, pero tampoco era como esos pollinos enanos y
paticortos en los que cuando sus amos van montados arrastran las alpargatas por
el suelo; de color gris, una raya negra recorría todo el espinazo hasta el rabo
y remarcaba los bordes de sus orejas. Era, como todos los burros, obstinado,
terco, reservón, y resignado en un momento dado. Cuando de niño iba a casa de
mis abuelos, casi antes de verles a ellos entraba a la cuadra a ver a
Peregrino, me sentaba encima de un saco de paja, y allí pasaba un rato
observándolo. Sentía un profundo cariño por aquel animal, a pesar de que alguna
vez me jugó alguna mala pasada.
Uno de esos días que
llegué de Tudela, entré en la cuadra y después de estar un rato acariciándole y
observándolo, decidí mostrarle mi cariño dándole una buena cena; sin que se
enterara mi abuelo fui llenando el pesebre de remolachas, patatas, manzanas,
calabazas, hasta que estuvo casi lleno; intentaba echar una última remolacha y,
de repente, sentí la pata trasera del burro en mi pecho que me dio un tremendo
empujón y me tiró contra la pared opuesta. Por lo visto el burro no se las
había visto mejor en su vida, con una cena tan suculenta y abundante;
seguramente interpretó que en vez de ir a echarle más comida iba a quitársela,
o le estaba impidiendo con mi insistencia dar cuenta de ella; de lo que estoy
seguro es de que no quiso hacerme daño, pues no fue una coz con un golpe seco
que podía haberme partido el pecho y haberme matado, fue simplemente apartarme
con un gran empujón, y creo que hasta con cuidado; no me ocasionó ni el más
mínimo rasguño, sólo el susto. Nadie se enteró.
De madrugada, muchos días mi abuelo y yo íbamos al campo; nos
montábamos en el burro que ya se sabía, por la costumbre, todas las huertas
donde solíamos ir a trabajar; cuando pasábamos por la más cercana al pueblo,
obstinado trataba de meterse en ella, y así sucesivamente hasta que enfilábamos
el camino de la que estaba a hora y media de camino, que llamábamos “el río de
la casa”; entonces, el burro, disminuía el paso con nosotros a su lomo,
empezaba a sacudir la cabeza y las orejas y, con paso cansino, como resignado y
deprimido, tomaba el camino que irremediablemente le iba a suponer un esfuerzo
considerable; había una chopera junto al río que atravesábamos poco antes de
llegar, y el burro, rencoroso, se acercaba todo lo que podía a los viejos
troncos con intención de rozar nuestras
piernas contra ellos y desmontarnos. Hace poco tiempo estuve con un vecino de
Vozmediano al que mi abuelo se lo vendió cuando ya no podía dominarlo; con este
hombre trabajó durante años y, cuando era ya muy viejo, se lo vendió a un
gitano. Pobre suerte la de estos animales que van de mano en mano dependiendo
de su rentabilidad, y quien sabe si desgarrando sus sentimientos.
Ángel Cornago SánchezburroPeregrinolos fayos
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