sábado, 29 de noviembre de 2014

En muchas ocasiones nuestro equilibrio se tambalea.

Equilibrio.
Ángel Cornago Sánchez
Aquella tarde estaba triste, algo se había roto en mí. Sin saber por qué, fui encontrándome cada vez más apesadumbrado. Motivos aparentes, cercanos, recientes, no parecían de entidad; más lejanos en el tiempo y más profundos en el alma, probablemente muchos, pero no había sucedido nada que hiciera presumir que los hubiera desempolvado aun sin querer. Una vida cuando se lleva vivida, tiene mucho contenido acumulado y, entre ese contenido, hay mucho de negativo y doloroso.
Cuando pienso en esto me doy cuenta de que en muchas ocasiones, tal vez, no son las circunstancias externas las que traen los momentos dolorosos, sino que están dentro de uno mismo, en nuestra forma de ser, en nuestra historia. Pero... ¿hemos podido ser de otra manera? Estamos acostumbrados a idealizar que nuestra trayectoria en la vida hubiera sido muy otra si no hubiera ocurrido tal o cual circunstancia, poniendo como argumento sólo nuestras posibles virtudes y los acontecimientos positivos. Sin embargo, debemos tener en cuenta, que somos no solo lo positivo que hay en nosotros, también lo negativo y, como tal, debemos aceptarlo aunque esa parte nuestra sea la causa de que no hayamos llegado a cotas más altas de aceptación personal o de felicidad.
Probablemente, cuando llega esa tristeza inopinada, de aparente sinsentido, algo se ha removido en el fondo de nuestros sentimientos, de nuestros recuerdos o de nuestras frustraciones, que hace que revivamos de nuevo circunstancias que antes nos causaron dolor. Fue porque algo deseado no tuvimos o porque después de tenerlo lo perdimos; ese “algo” que nos produce infelicidad no suelen ser cosas materiales, sino más bien ideales o personas. La infelicidad siempre nace de la sensación de carencia de algo.
No todos los días estamos igual, los hay en que las mismas circunstancias nos pasan desapercibidas, y otros, sin embargo, tambalean nuestra estabilidad estímulos menos manifiestos. Somos frágiles e influyen en nosotros muchas circunstancias que no controlamos; incluso el tiempo, la temperatura y la presión atmosférica producen cambios que acusamos.
Básicamente, lo que más influye, es nuestra estructura psicológica conformada por nuestro código genético, y las circunstancias vividas en los primeros años que han condicionado nuestro desarrollo psicológico, y que han hecho que esas aptitudes o defectos gravados en nuestros genes hayan desarrollado o aminorado sus potencialidades. Después, en la edad adulta, cambiar radicalmente el trayecto tomado es laborioso. Otro factor son las circunstancias que nos toca vivir de adultos, que van a ponernos a prueba en muchas ocasiones, y a las que nos vamos a enfrentar con esa estructura que tenemos conformada.
Por eso, hay días en que me siento triste y no sé por qué, al menos no sé por qué, de repente, soy mucho más sensible a carencias o frustraciones que en otras ocasiones me parecía haber superado. Lo cierto es que, habitualmente, después de la tempestad viene la calma, y hace presumir que, a lo mejor mañana, será otro día y me encontraré de nuevo tranquilo y relajado, pero con la seguridad de que, tarde, o más bien temprano, aparecerá otro u otros días de tempestad.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: “Arraigos, melindres y acedías”.


 Equilibrioestabilidadpsicología

domingo, 9 de noviembre de 2014

Los beneficios de la enfermedad

Los beneficios de la enfermedad.
Ángel Cornago Sánchez

La enfermedad, habitualmente produce dolor, sufrimiento, a veces amenaza la vida, e incluso lleva a la muerte tarde o temprano.  Puede ser aguda, y con frecuencia enfermamos de forma crónica conforme vamos teniendo edad, con carencias más o menos importantes. Vamos a convivir con la enfermedad o con la amenaza y, desde luego, sabiendo que la muerte es segura.
En general, la enfermedad produce preocupación y una serie de inconvenientes que suelen impedir llevar una vida plena y, la reacción habitual, es cuidarse, llevar los tratamientos indicados, en definitiva intentar curarse para poder reintegrarse al estado de salud.
Cuando enfermamos, precisamos cuidados especiales. En general, la enfermedad nos impide hacer nuestra vida habitual, por eso debemos estar de baja laboral y precisamos cuidados hasta que recuperamos nuestras capacidades.
Pero no siempre es así. Hay un número “reducido” de personas que alargan las bajas laborales e incluso simulan dolencias, para poder disfrutar del sueldo sin trabajar. Este es el caso más conocido de aprovecharse de la teórica situación de enfermo, que en realidad es un fraude. Defraudan a todos los cotizantes. Por otra parte, debo dejar claro, que aun con este pequeño inconveniente porque el número es reducido, debe ser un derecho social irrenunciable, aunque hay que controlarlo.
Pero se dan otros beneficios más sibilinos que produce la “enfermedad”. Suele suceder con enfermedades reales, más o menos crónicas, y los utilizados suelen ser los propios familiares, los propios cuidadores. El paciente en cuestión, se acostumbra a una serie de prerrogativas y cuidados, que en muchos casos podrían realizar ellos sin ayuda, o podrían contribuir a pequeñas tareas en la casa, pero adoptan el estatus de enfermo con todas sus consecuencias.
Esto es negativo para el propio paciente porque se aferra al beneficio que le produce la enfermedad de no hacer o no contribuir a determinadas tareas, que recaen en otras personas generalmente familiares, y le impide progresar en sus capacidades. Los cuidadores, en muchos casos no son conscientes de que están siendo utilizados y, a veces sometidos.
También hay casos, que detrás de quejas repetidas hay una llamada para pedir atención o cariño que no se atreve a pedir abiertamente. 
Casos llamativos son las llamadas “neurosis de renta”. Se trata de pacientes anclados en los síntomas de su teórica enfermedad que les producen beneficios importantes, y que, consciente o inconscientemente, no están dispuestos a mejorar, porque prefieren vivir los beneficios que les produce el estatus de enfermo. Pueden vivir así durante años, y algunos toda la vida, siendo una carga extremadamente dura para los familiares
El caso extremo son las personas que simulan una enfermedad para obtener un beneficio concreto o los beneficios referidos.
Todas estas situaciones son difíciles de etiquetar para los sanitarios, que pueden sospechar que se encuentran ante uno de estos casos, pero son difíciles de demostrar.
Es un tema delicado. Etiquetar a alguien de uno de estos problemas y equivocarse es aumentar su sufrimiento.
Detrás de estos comportamiento hay personalidades  patológicas, pues para cualquier persona, poder llevar una vida plena con sus obligaciones y beneficios, es mucho más gratificante que llevarla limitada, aunque le suponga ciertas ventajas.

Ángel Cornago Sánchezneurosis de rentasimulador

domingo, 2 de noviembre de 2014

CONSIDERACIONES SOBRE LA MUERTE

La muerte.

MUERTETANATORIOSOLEDADÁngel Cornago Sánchez
La humanidad hasta hace unos cien años siempre ha convivido con la muerte de forma natural. La muerte formaba parte de la vida cotidiana, siempre estaba presente, pues las personas estaban sometidas a un sinfín de noxas que en muchas ocasiones eran mortales. Una simple apendicitis, una neumonía, infecciones, enfermedades o traumatismos hoy banales, podían llevar a la muerte sin remedio, por eso siempre se tenía presente que la  enfermedad y la muerte estaban acechando. Los planes de futuro siempre eran  aleatorios y estaban supeditados a la “salud”, algo que todavía se considera hoy en día, pero con mucha menos sensación de amenaza, sobre todo en las personas jóvenes. Hoy rara vez se muere un niño; antes en cada familia había varios fallecimientos en edad infantil.
La muerte en los pueblos primitivos constituía un evento de suma importancia, tanto para el individuo, como para la comunidad. Los ritos funerarios y las exequias fúnebres se realizaban con gran solemnidad. Trataban de conectar la vida de este mundo, con el más allá después de la muerte. En algunas civilizaciones antiguas, como la egipcia, los poderosos pretendían asegurar su vida en ultratumba con monumentos grandiosos, como las pirámides. Las manifestaciones de duelo eran, en general, manifiestas y públicas, incluso, el sufrimiento se teatralizaba para hacer partícipe a la comunidad del tremendo dolor que suponía para los familiares y amigos, perder al difunto. En la alta edad media, como señala Philip Aries[1], “las manifestaciones más violentas de dolor afloraban justo después de la muerte. Los asistentes se rasgaban las vestiduras, se mesaban la barba y los cabellos, se despellejaban las mejillas, besaban apasionadamente el cadáver, caían desmayados y, en el intervalo de estas manifestaciones, pronunciaban el elogio del difunto, uno de los orígenes de la oración fúnebre”. Después, seguían los ritos religiosos y, posteriormente, la comitiva fúnebre recorriendo la ciudad o el pueblo del difunto, se dirigiría al lugar de enterramiento para la inhumación del cadáver. Todo, en estos cuatro tiempos marcados por el ceremonial que suponía la muerte de una persona en aquella sociedad.
Hasta hace pocos años, la muerte tenía lugar en el domicilio, rodeado de familiares y amigos. En la Iglesia católica y en nuestro medio, el “viático” se llevaba a los moribundos, en una comitiva que atravesaba las calles de las ciudades y de los pueblos con boato y solemnidad. La comitiva, hacía el recorrido desde la iglesia hasta el domicilio de la persona que presumiblemente estaba muy próxima a morir, precedida de una cruz y del tañer característico de una campana, con los curas y los monaguillos ataviados con ornamentos negros con ribetes dorados. Cuando llegaban a su destino, todos entraban en la casa, incluso en la habitación, y rodeado de toda esta parafernalia, el sujeto, pero también los presentes, tenían conciencia de la tragedia del momento. Incluso a los niños se les hacía partícipes de esas vivencias. Estas manifestaciones impregnaban la vida de los pueblos, lo mismo que otras de carácter festivo, pero se tenía muy claro que la muerte estaba ahí, se convivía con la muerte.
Hoy estas manifestaciones han desaparecido, en todo caso, el viático ha sido sustituido por un cura vestido de seglar que, como cualquier visitante, acude a la cabecera del moribundo para darle el último consuelo espiritual si es creyente, ya sea en su domicilio o en el hospital. Después de la muerte, se llora a hurtadillas, ocultándose del resto de las personas; se utilizan gafas de sol oscuras para ocultar los ojos llorosos. La pena y la desesperación por la pérdida del ser querido, se viven en la intimidad; es una desesperación “hacia dentro”, que impide esa catarsis que incluso podría ser beneficiosa en el aspecto psicológico para superar el dolor. Las exequias funerarias cada vez se han ido reduciendo más, de tal forma que, actualmente, ya no se recibe en el domicilio del fallecido, sino en los tanatorios. Antes, se “velaba” el cuerpo presente del difunto durante toda la noche de forma ininterrumpida hasta la hora del entierro. Hoy, se deja al difunto en el tanatorio durante la noche y la familia marcha a su casa. El luto tan manifiesto hasta hace menos de cien años, hoy ha desaparecido. Incluso el cadáver se tiende a hacer desaparecer, de tal forma, que la incineración anteriormente inexistente en nuestra cultura, cada vez está más extendida.
¿Quiere esto decir que hoy se sufre menos por los difuntos? Considero que no tiene nada que ver. Estamos en la cultura de la felicidad, que cada vez se aleja más de la realidad y que cada vez está más lejos de cualquier tipo de sufrimiento, por eso, las manifestaciones excesivas de dolor ante la muerte no tienen cabida en las ceremonias comunitarias. Hoy, no se concibe ni se acepta la enfermedad ni el sufrimiento, no se acepta ni el envejecimiento, solo la juventud, la belleza, el triunfo. Por tanto, tampoco se acepta la muerte, que es el último e inexorable fracaso y, como no se puede evitar, se lleva en silencio, sin ceremonias que trasciendan de lo privado. En el ámbito individual, el dolor, la pena y el duelo, son similares e incluso más intensos que en épocas anteriores, al no haber podido exteriorizar de forma más patente esas emociones. El dolor se vive en la intimidad, incluso el hacer excesivas manifestaciones de dolor se considera como exageraciones e histerismos. En realidad, sucede con todas las manifestaciones de sufrimiento[2].
La muerte de hoy, es con frecuencia la muerte en soledad. Nos parece una muerte trágica, y conceptuamos la soledad como un sufrimiento añadido muy importante. Por eso, nos imaginamos una muerte buena como una muerte en paz, sin sufrimientos y, sobre todo, rodeados de nuestros seres queridos que, en ese momento, nos aportan cariño y consuelo. Hoy, es frecuente que esto no sea así. Lo habitual es morir en el hospital rodeados de toda parafernalia terapéutica, que sirve de poco en ese momento. Y en ocasiones, solos.

Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: “Comprender al enfermo”






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