Mi sombra.
Ángel Cornago Sánchez
Era un día espléndido y luminoso. Había salido a hacer mi
ruta al amanecer y, después de un rato de marcha, cuando el sol empezaba a
calentar, tuve la sensación de que alguien seguía mis pasos inmediatamente
detrás de mí. No atreviéndome a volver la cabeza, con el rabillo del ojo, en un
pequeño recodo del camino pude percibir la silueta de una figura etérea y
desgarbada parecida a un fantasma, que se arrastraba por el suelo pegada a mis
talones.
Después de un trecho sin que la figura desistiera,
desasosegado, pensé que tenía que despistarla; iba andando primero lento y
parsimonioso, luego decidido y presuroso intentando escaparme de ella, pero era
inútil; de vez en cuando volvía la cabeza y, en un escorzo, miraba la parte de
atrás de mis pies con la esperanza de que se hubiese desprendido o de que, al
menos, una de sus piernas hubiese quedado atrás; pero no, allí estaba como un
guardaespaldas fiel e implacable.
A veces corría cuanto
podía y, de repente, me paraba en seco con objeto de que por la inercia me
adelantara y, aunque sólo fuese de forma testimonial, cogerla en un renuncio;
pero ni por esas, ella asimismo paraba en seco no cometiendo el mínimo fallo.
Otras veces, con la
sensación de que en esta ocasión se lo ponía difícil, comenzaba a saltar de
forma descoordinada y a dar volteretas sobre la hierba de la vega del río, mientras
con el rabillo del ojo trataba de vislumbrar si allí seguía. La adivinaba
descompuesta adoptando formas grotescas para poder seguirme. A veces, tenía la
ilusión de que la había perdido y, después de todo un repertorio de ejercicios
de despistaje, me volvía de forma repentina por lo menos para verla llegar
tarde y apresurada. Pero no, siempre estaba allí llegando por las justas,
lábil, y al mismo tiempo insoportablemente testaruda.
Al cabo de un tiempo llegué a no sentirla peligrosa, pero sí
tremendamente incómoda. A veces me volvía de espaldas y andaba hacia atrás
despacio y, observándola, tenía la
sensación de que se mofaba de mí.
Al mediodía se volvió más pequeña y se metió debajo de mis
pies mostrando sólo una mínima parte de su silueta más deformada si cabe. Pensé
que era el principio del triunfo y que iba a desaparecer definitivamente, pero
fue un leve espejismo, por lo visto estaba tomando fuerza porque por la tarde,
no contenta con seguirme, me adelantó y me precedía a todos los lugares adivinando
mis movimientos sin el más mínimo fallo, de tal forma, que parecía que en esta
ocasión era yo el que la perseguía como un esclavo obligado a hacer lo que ella
hacía.
Al atardecer, con las primeras sombras, cuando me estaba
dando por vencido resignado a cargar con ella para siempre, desapareció.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro "Arraigos, melindres y acedías". Reservados todos los derechos.
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