El Ebro.
Ángel Cornago Sánchez
El río Ebro, ha tenido siempre una fuerte influencia en la vida de la ciudad de Tudela,
incluso la construcción de su puente, fue el origen de su fundación, según mi erudito y buen amigo
Gonzalo Forcada, ya fallecido. Es un río caudaloso, sobre todo en invierno, y
sus avenidas impresionan como demostración de la fuerza de la naturaleza. Estos días estamos asistiendo, y algunos están sufriendo una de estas avenidas.
En estado basal es un río caudaloso lo que, en el siglo pasado, atraía a personas que querían quitarse la vida; el sitio adecuado era el puente. Incluso en la jerga diaria cuando alguien estaba desesperado, o quería chantajear a su entorno, amenazaba con que se iba a “tirar a Ebro”.
En estado basal es un río caudaloso lo que, en el siglo pasado, atraía a personas que querían quitarse la vida; el sitio adecuado era el puente. Incluso en la jerga diaria cuando alguien estaba desesperado, o quería chantajear a su entorno, amenazaba con que se iba a “tirar a Ebro”.
Conocí a un señor mayor que, al parecer, siempre había
discutido mucho con su mujer y, a falta
de otros argumentos que la hicieran más sumisa y manejable, le solía amenazar con tirarse al Ebro; ella no se impresionaba ni hacía caso a dichas amenazas, tal vez por tanto oírlas, o porque en
realidad ya no le importaba lo que hiciera. El hombre, después de una tarde de agria discusión y desesperado por su indiferencia, decidió
llevarlo a la práctica; se fue al puente y se tiró. Lo hizo muy cerca de la orilla y
atado con una soga por la cintura a la barandilla, no fuera que, aunque apenas
había agua, una mala corriente le jugase una mala pasada. El único estrago que
se hizo fue un esguince en un pié que no fue suficiente para impresionar a su
esposa, mas bien lo contrario. Por supuesto que desde entonces sus
amenazas ya no las tomaba nadie en serio y, que yo sepa, no volvió a intentarlo, ni con precauciones ni en serio; creo que a partir de
aquel día se dio por vencido.
Otros muchos no tuvieron la precaución de este buen hombre y
encontraron en el río la muerte que realmente iban buscando. Raro era el año
que no corría la noticia por la ciudad, de que una persona se había
suicidado en el Ebro.
A falta de piscinas, en los años sesenta, el río era el lugar habitual donde nos bañábamos, y todos los veranos se ahogaba alguien; dicen que dentro del río hay
corrientes de agua más frías, y que al ir nadando y pasar de agua
tibia a otra más fría se produce el llamado “corte de digestión”, que en
realidad es una pérdida de conciencia que va seguida del ahogamiento. La
noticia sobrecogía a todos y nuestras madres estaban angustiadas hasta que nos
veían o se enteraban del nombre del ahogado. Al día siguiente los “Patoleas”,
pescadores profesionales de nuestro río, rastreaban el fondo en sus pontones con unas largas
pértigas que tenían para estos menesteres, en busca del cadáver.
El Ebro cobraba protagonismo en la ciudad en las grandes
avenidas; entonces no se habían construido las defensas actuales, y las riadas inundaban la Mejana
y todos los campos de Traslapuente hasta
el monte. En la ciudad entraba por los argollones de desagüe de las calles, y la de San
Julián y Verjas se anegaban de tal forma, que a los vecinos y sobre
todo a los enfermos había que sacarlos por las ventanas y balcones a los
pontones de los Patoleas, que navegaban por las calles durante el día para
cubrir las necesidades de los vecinos de la zona.
En una de estas avenidas
del Ebro, eran Navidades y andábamos los amigos tomando copas ya casi
de madrugada; nos acercamos por el puente de Hierro a la entrada de la calle
Verjas donde estaba atracado un pontón; como andábamos eufóricos por
los efluvios del alcohol, nos subimos en la barca y nos dimos una vuelta por la
calle Verjas y por la de San Julián, mostrando nuestro júbilo con
canciones bulliciosas y desafinadas; manejábamos la pértiga, como es de suponer, con bastante
torpeza, lo que hacía que fuésemos pegando con la quilla en las paredes y,
cuando no, en las puertas de las casas. Eso hizo que salieran algunos vecinos a
las ventanas y nos lanzaran unos cuantos improperios que, a nosotros en aquel
momento, nos parecieron propios de gente malhumorada, y no de personas a las que
acababan de despertar de aquella forma tan escandalosa. Ante el cariz que
tomaban los acontecimientos, llegamos con dificultad al punto de partida no
consiguiendo atracar la barca debidamente, por lo que para salir de ella, no
nos quedó otro remedio que mojarnos los pies por encima de los tobillos, lo que
hizo que en pleno diciembre y de noche, con la frialdad del agua, recobrásemos
con rapidez el sentido común y tomásemos la sabia decisión de marcharnos a casa
a dormir.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías".
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías".