Ventanitos
Ángel Cornago Sánchez
Ángel Cornago Sánchez
Otro hombre peculiar de aquella época fue Ventanitos. Se llamaba Jesús
pero todos le llamábamos “Ventanitos” y, habitualmente, añadíamos el
calificativo de “Colín”. Lo de “Ventanitos” se debía a unos “pedazos” de tela
de color más intenso, generalmente azul, de forma cuadrada cosidos para
arreglar el desgaste del pantalón a la altura de ambas nalgas y de las
rodillas, y que semejaban pequeños ventanos; y lo de “colín”, porque siempre
buscaba el asentimiento de los adultos, y si estos eran guardias, concejales o
el alcalde, mucho mejor. Su venia no era hacia el rico, sino hacia el que él
consideraba autoridad de una forma muy primitiva. Tenía la inteligencia de un
niño de cuatro o cinco años. Era alto, gordo, escurrido de culo, orondo de
tripa, cabeza pequeña que calaba con una boina en el cogote; la imagen se
parecía a la que hoy anuncia las cubiertas Michelín. Era un buen hombre,
incapaz de crear problemas a nadie. Los niños, como siempre, le hacíamos
diabluras, la más suave llamarle “colín”; él contestaba con su cara de luna
llena y sus ojos inexpresivos, pero probablemente inundados de tristeza: “se lo
diré a tu madre y a tu padre”, nos decía. A veces nos pasábamos e incluso hoy
me cuesta trabajo entender las barbaridades de que éramos capaces. Ventanitos
trabajaba de barrendero en el ayuntamiento; los barrenderos entonces iban
empujando unos carros de mano metálicos, con ruedas asimismo metálicas, que producían
un ruido infernal al pasar. Cuando lo habían llenado de basura iban a descargar
al camino del Cristo, situado en el extrarradio de Tudela, inmediatamente
después de pasar la antigua fábrica de harinas, hoy sede de la policía
municipal. Un día, estaba con mi amigo Julián en la herrería que regentaba su
padre enfrente de la puerta de la
Mejana , y andábamos enredando con una escopeta de perdigón
tirándole a un blanco que habíamos puesto dentro de la herrería aprovechando
que no estaba el Sr. Mariano; oímos el carro y la voz de Ventanitos y salimos
con intención de tomarle el pelo, pero como llevábamos las escopetas en la
mano, no se nos ocurrió cosa mejor que tirar al carro que en aquel momento
empujaba el pobre hombre; los chasquidos de los perdigones contra la caja
metálica fueron tremendos, de tal forma que hasta nosotros nos asustamos;
Ventanitos salió corriendo dejando el carro en medio de la calle y no regresó
hasta que el padre de Julián que llegó al poco, nos quitó las escopetas y nos
echó una buena reprimenda. Otra jugarreta que se le hacía con frecuencia, era,
cuando estaba despistado quitarle el pasador a una de las ruedas del carro; en
aquellas calles la mayoría de adoquines, al reemprender la marcha, no tardaba
en salirse de su eje y caía el carro con gran estruendo en medio del jolgorio
de los crueles muchachos. No sólo los niños se aprovechaban de Ventanitos para
su divertimento, algunas amas de casa que no habían bajado la basura al paso
del carro municipal, bajaban con el pozal de desperdicios cuando pasaba
Ventanitos y lo capuzaban en su carro de mano, y era frecuente que nada más comenzar
la tarea tuviera que ir a descargar hasta el camino de “El Cristo”.
Era un hombre sin agresividad, mejor dicho, era un niño con
cuerpo de adulto, y en nuestra comunidad jugó el papel que en todas les tocaba
jugar, al tonto del pueblo, al lisiado, al desvalido; es como si todos,
entonces, necesitáramos magnificar las
carencias de unos para remarcar la propia valía o la teórica normalidad, que en
realidad era vulgaridad y mala ralea, pues en la escala de capacidad
intelectual estaban teóricamente inmediatamente por encima de aquella
subnormalidad, aunque en el aspecto humano, en muchos casos, estaban por
debajo. Ocurre también entre las personas que nos consideramos normales
respecto a las que dependen de nosotros y se dejan manipular; en general se
tiende a abusar de ellas.
Durante sus últimos años vivía con su madre en el Hospital
Nuestra Sra. de Gracia, y el día que ella murió se asomó por la tapia de atrás
de la huerta, no se si desesperado o sin percatarse de lo que ocurría, para
decirle a una vecina “Jesusa ya ha caído”. No sé que fue de él.
“El mudo” era un hombre enjuto, moreno, con bigote poblado,
de mediana estatura y bastante calvo; los pocos recuerdos que tengo de él se
reducen a que trabajaba de carbonero, jugaba al ajedrez, al parecer muy bien (solía
hacerlo en el “Tazón”), y que daba la impresión, a pesar de dedicarse a trabajo
físico, de tener cierta cultura.
Hay otras personas de las que guardo leve recuerdo por su
peculiaridad, pero no muy detallado, tal vez por que las conocí cuando era muy niño,
puede ser el caso de “Perero”, amigo de mi abuelo; sólo recuerdo de él que era
rubicundo con un hoyito en la barbilla, que cantaba jotas, y que era entrañable
conmigo. También recuerdo, pero de forma muy vaga, a “Garbanzo” amigo de mi tío
Manolo, siempre de broma.
Ángel Cornago Sánchez De mi libro, "Arraigos, melindres y acedías".
Ángel Cornago Sánchez De mi libro, "Arraigos, melindres y acedías".
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