La cuesta.
Ángel Cornago Sánchez
La cuesta junto al otero, la que está a la salida del pueblo,
la que lleva a la explanada desde donde se domina el valle donde voy a
descansar muchos atardeceres en busca de paz y de distanciamiento de las
miserias cotidianas, es una cuesta dura, de tierra y grava, con rodaderas
marcadas por las ruedas de los carros que van al monte, y en las que cuando
regresan cargados de leña se hunden
hasta los ejes.
Llevo muchos años subiendo esa pendiente. Cuando niño, con
otros del pueblo, era el camino que tomábamos para dirigirnos al despeñadero, lugar
a una hora caminando del pueblo, donde
el lecho del río se derrama pendiente abajo formando una balsa en su base que
utilizábamos para bañarnos desnudos en las calurosas tardes de verano.
En mi adolescencia, melancólica, subía por la cuesta cuando
regresaba del colegio en las vacaciones de verano con el libro de poemas
apretado entre las manos, como si llevase un secreto del que fuese a gozar en
solitario. Subía por la cuesta, después bajaba hacia el río y sentado en la
hierba del soto, recostado en el tronco de un viejo chopo, saboreaba las rimas
y leyendas de Bécquer, los poemas de Machado, los versos de Calderón, de Lópe,
de Neruda... Era una sensación de gozo interior que entonces sentía con la
lectura y que me ha costado años, después de muchos avatares, volver a revivir.
Más tarde, por esa cuesta subí cogido de la mano de mi
primera novia. El destino era el mismo, las choperas al lado del río; al
principio con la caída del sol iniciábamos el regreso, después recibíamos allí
las penumbras y más tarde la oscuridad. Fueron las primeras experiencias de
amor y de sexo, con lo de sublime que tienen ambas sensaciones cuando se
experimentan juntas. De regreso, anochecido, la felicidad no cabía por la
cuesta, y en vez de andar sobre el suelo parecía que lo hacíamos sobre
algodones. Todavía si me esfuerzo logro imaginar con nostalgia, que no reproducir, aquella sensación.
Durante estos años ha sido paso obligado de pastores que, de
madrugada, salían al monte con sus rebaños y volvían al caer la tarde transportando
en las alforjas o asidos de las patas delanteras los corderos recién paridos.
De leñadores, que con sus tronzaderas y sus hachas, subidos en galeras, iban al
bosque alto a talar y luego a limpiar y trocear los pinos en edad de derribo
que luego acarreaban con largas reatas de mulas. De niños íbamos a verlos
llegar al repecho de la umbría antes de encarar la cuesta, donde el tiro de
mulas se estiraba, clavaba las pezuñas
en la tierra y a la voz de ánimo y con los juramentos de los carreteros
abalanzados sobre las ruedas, trataban de arrastrar la galera cargada con los
troncos. Subían a trompicones, haciendo pausas cada poco, piando las ruedas
para que la carreta por el peso no se desprendiera pendiente abajo.
Los días de lluvia la cuesta recoge las aguas de la ladera de
su derecha, donde convergen varios barrancos; toda ella se convierte en un
rápido torrente que llega a arrastrar piedras y guijarros; como muestra,
después de escampado, quedan pequeños montoncillos en la curva que precede la
subida. Pasada la tormenta me gusta salir
allí a percibir el olor a tierra mojada, a romero y a tomillo, que lo
invaden todo después de la lluvia, mientras las babosas y los caracoles,
eufóricos y atolondrados inician escarceos suicidas por el camino.
Arriba de la cuesta torciendo a la izquierda, serpentea un
sendero escoltado de cipreses que va a parar al camposanto. Entramado de cruces
y de nichos, de flores frescas y otras marchitas, goterones de cera, de
silencios y de suspiros, de monólogos no respondidos, de excusas y
arrepentimientos siempre aceptados, de lágrimas escapadas, de sollozos
incontenidos.
Es la cuesta de mi pueblo, la que de momento me lleva a la
era que domina el valle, donde respiro hondo, me distancio de mis
preocupaciones cotidianas y me siento lleno de paz.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro "Arraigos, melindres y acedías".