lunes, 30 de marzo de 2015

LA CUESTA.



La cuesta.
Ángel Cornago Sánchez

La cuesta junto al otero, la que está a la salida del pueblo, la que lleva a la explanada desde donde se domina el valle donde voy a descansar muchos atardeceres en busca de paz y de distanciamiento de las miserias cotidianas, es una cuesta dura, de tierra y grava, con rodaderas marcadas por las ruedas de los carros que van al monte, y en las que cuando regresan cargados de leña  se hunden hasta los ejes.
Llevo muchos años subiendo esa pendiente. Cuando niño, con otros del pueblo, era el camino que tomábamos para dirigirnos al despeñadero, lugar a una hora caminando del pueblo,  donde el lecho del río se derrama pendiente abajo formando una balsa en su base que utilizábamos para bañarnos desnudos en las calurosas tardes de verano.
En mi adolescencia, melancólica, subía por la cuesta cuando regresaba del colegio en las vacaciones de verano con el libro de poemas apretado entre las manos, como si llevase un secreto del que fuese a gozar en solitario. Subía por la cuesta, después bajaba hacia el río y sentado en la hierba del soto, recostado en el tronco de un viejo chopo, saboreaba las rimas y leyendas de Bécquer, los poemas de Machado, los versos de Calderón, de Lópe, de Neruda... Era una sensación de gozo interior que entonces sentía con la lectura y que me ha costado años, después de muchos avatares, volver a revivir.
Más tarde, por esa cuesta subí cogido de la mano de mi primera novia. El destino era el mismo, las choperas al lado del río; al principio con la caída del sol iniciábamos el regreso, después recibíamos allí las penumbras y más tarde la oscuridad. Fueron las primeras experiencias de amor y de sexo, con lo de sublime que tienen ambas sensaciones cuando se experimentan juntas. De regreso, anochecido, la felicidad no cabía por la cuesta, y en vez de andar sobre el suelo parecía que lo hacíamos sobre algodones. Todavía si me esfuerzo logro imaginar con nostalgia, que no  reproducir, aquella sensación.
Durante estos años ha sido paso obligado de pastores que, de madrugada, salían al monte con sus rebaños y volvían al caer la tarde transportando en las alforjas o asidos de las patas delanteras los corderos recién paridos. De leñadores, que con sus tronzaderas y sus hachas, subidos en galeras, iban al bosque alto a talar y luego a limpiar y trocear los pinos en edad de derribo que luego acarreaban con largas reatas de mulas. De niños íbamos a verlos llegar al repecho de la umbría antes de encarar la cuesta, donde el tiro de mulas  se estiraba, clavaba las pezuñas en la tierra y a la voz de ánimo y con los juramentos de los carreteros abalanzados sobre las ruedas, trataban de arrastrar la galera cargada con los troncos. Subían a trompicones, haciendo pausas cada poco, piando las ruedas para que la carreta por el peso no se desprendiera pendiente abajo.
Los días de lluvia la cuesta recoge las aguas de la ladera de su derecha, donde convergen varios barrancos; toda ella se convierte en un rápido torrente que llega a arrastrar piedras y guijarros; como muestra, después de escampado, quedan pequeños montoncillos en la curva que precede la subida. Pasada la tormenta me gusta salir  allí a percibir el olor a tierra mojada, a romero y a tomillo, que lo invaden todo después de la lluvia, mientras las babosas y los caracoles, eufóricos y atolondrados inician escarceos suicidas por  el camino.
Arriba de la cuesta torciendo a la izquierda, serpentea un sendero escoltado de cipreses que va a parar al camposanto. Entramado de cruces y de nichos, de flores frescas y otras marchitas, goterones de cera, de silencios y de suspiros, de monólogos no respondidos, de excusas y arrepentimientos siempre aceptados, de lágrimas escapadas, de sollozos incontenidos.
Es la cuesta de mi pueblo, la que de momento me lleva a la era que domina el valle, donde respiro hondo, me distancio de mis preocupaciones cotidianas y me siento lleno de paz.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro "Arraigos, melindres y acedías".



viernes, 27 de marzo de 2015

TENGO PRISA

TENGO PRISA

Ángel Cornago Sánchez 

Tengo prisa… He pasado la vida lastrado mi destino por mi profesión que, a sabiendas, me ha tenido sometido. Creo haber hecho un trabajo digno; me he empleado con esfuerzo y honradez. Ha sido una experiencia positivamente inolvidable con el ser humano amenazado de enfermedad y de muerte. Su relación me ha enriquecido más que cualquier otra. ¡Me siento compensado!
Pero…, no se puede tener todo: apenas he tenido tiempo de soñar para buscar mis quimeras, para pulir mis utopías de escritor frustrado, donde focalicé mis ideales de juventud.
Escribir es reflexionar, encontrarse a solas con las musas en un mundo profundo y elevado a un tiempo, visto desde un cenit personal, unas veces poético, otras real o imaginario. Es crear emociones con poemas, historias, fantasías. Influir en el entorno con escritos críticos contra los poderosos. La pluma es un arma que parece inocente; puede crear arte, sensaciones sublimes, pero también, con agudeza aviesa, puede denunciar falacias y mentiras de la gente que manda. También enardecer en la lucha para que el mundo cambie.
Tengo prisa…, porque el tiempo vivido ha sido largo y no sé el que me queda. Tengo prisa… por llenar la vida que me resta de sentido. Vivir de forma responsable, vivir vivo. Sensible al decorado que me envuelve, sensible a la sociedad en la que vivo, a los problemas y ruidos de bisagras engrasadas del poder.
No quiero vivir pasivo como espectador desolado y deprimido por todo lo que sucede. Quiero, en mi medida, poner mi ilusión y mi porfía para apoyar el cambio, y si sirve, mi pluma.
También tengo prisa…por acabar los poemas del pasado, por terminar relatos interrumpidos, otros imaginados no llevados ni al papel sobre el que escribo. Crear otros nuevos.
Tengo prisa por soñar nuevos relatos. Sueños que dejé por ya gastados cuyo final ahora es diferente.
Tengo prisa por vivir el tiempo que me queda en paz, enriqueciendo y cultivando mi mundo interior y mi utopía, influyendo si puedo, y siendo ciudadano del "mundo en el que habito".

Ángel Cornago Sánchez. Introducción de mi libro (poemario) "El mundo en el que habito"

jueves, 19 de marzo de 2015

VIDA COTIDIANA EN LOS AÑOS SESENTA

Vida cotidiana en la Tudela de los sesenta.

Buscando una vía de conexión con el pasado, de mi primera infancia, recuerdo en invierno el olor a carbón de piedra que mi madre quemaba en la cocinilla que llamaban “económica”; servía para cocinar y calentaba la única estancia en la que en aquellos meses se podía estar con cierta sensación de bienestar, en el resto de la casa, se padecía casi la temperatura ambiente, circunstancia que era especialmente dura en el momento de ir a la cama; desnudarse y meterse entre las sábanas gélidas y húmedas, era un momento casi heroico que intentábamos paliar con una botella de las de gaseosa llena de agua caliente, con un ladrillo calentado previamente en el horno de la cocinilla, y los más pudientes con un calentador o una bolsa de "goma" que vendían en las farmacias para tal menester; desde la cama la respiración exhalaba un vaho que parecía que estábamos en la calle y, en verdad, no creo que hubiese mucha diferencia de temperatura entre mi habitación y la calle de La Rua donde se abría mi balcón. Sobre la chapa no sé por qué, había siempre una perola con agua hirviendo que vaporizaba humidificando el ambiente, cosa saludable para nuestras vías respiratorias, aunque el motivo seguramente no era ese. El carbón se guardaba debajo de la encimera de baldosa blanca, en un cubículo de donde se recogía con el badil para echarlo directamente al fuego; en este cubículo situado generalmente al lado del que estaba debajo de la fregadera, solían ser habitantes habituales grandes cucarachas de entrañas blanquecinas, e incluso, algún ratón que cuando aparecía de forma inopinada, se daba la voz de alarma y se organizaba el estrapalucio correspondiente, mi madre y mi hermana haciendo aspavientos, yo haciéndome el valiente pero quieto, y mi padre escoba en ristre dando escobazos a diestro y siniestro hasta que, por lo general, el ratón lograba burlarnos a todos y desaparecía por algún pequeño agujero; esa misma noche se establecían estrategias de caza que consistían en poner cepos con queso y tapar los agujeros con yeso y cristales.
Fuera del piso, en la escalera, había un cuarto oscuro donde se guardaba el saco de carbón, la leña, además de otros trastos y enseres inservibles. Este era el lugar en el que amenazaban con encerrarme por mis comportamientos traviesos y, en alguna ocasión, recuerdo que llegué a experimentarlo; aquel olor fuerte a carbón y a moho en la oscuridad, con la sensación de estar rodeado de grandes ratas, lo identifico con sensaciones de abandono y de indefensión más absoluta. Me imagino que vivencias similares deben de experimentar los presos en las celdas de castigo.
Recuerdo como olía el colchón de borra que mi hermana, de menos edad que yo, orinaba casi a diario y que mi madre acercaba a la cocinilla por las mañanas para que se secara para la noche. Es de las sensaciones junto con el olor característico de mis padres y el de mi hogar, que hoy identificaría con el concepto de mi tribu o de mi clan familiar, y que como en el medio animal es una vía básica de unión y reconocimiento entre sus miembros.
Hace años, y aun hoy en el medio rural, los hornos eran de leña, y al pasar por sus aledaños se percibía el olor a leña quemada y a pan recién hecho; ese olor me sigue produciendo una sensación agradable y me araña placenteramente el estómago cuando lo percibo. De niño desde mi ventana recibía sensaciones similares que provenían del patio de la panadería situada inmediatamente debajo de mi casa. A veces veía a los panaderos cubiertos de sudor y harina con el torso descubierto, que salían al patio a por algún utensilio de trabajo o a fumar haciendo un alto en su labor; me parecían gente atareada y muy apresurada, seguramente debido a que el objeto de su trabajo es el alimento más madrugador en cualquier mesa por modesta que sea.
Recuerdo las tertulias de mis padres con mis abuelos y mis vecinos en las noches de invierno, todos agolpados en la cocina en torno a la mesa camilla, hablando de temas que debían de ser muy interesantes; tenían lugar en un ambiente que emanaba comunicación, camaradería y buena relación; yo percibía y sentía con ellos las vivencias de la conversación aun sin entenderla, pero de forma mucho más sublime, pues sin comprender, reía con ellos si reían, o me ponía serio cuando los veía trascendentes simplemente observando sus caras, de tal forma que el peor disgusto que me podían dar era mandarme a la cama privándome de aquella comunicación sensorial e irracional para mí, pero que me hacía participar y sentirme tremendamente feliz.
Como positivo, recuerdo el olor de mis abuelos, incluso el que impregnaba la entrada de sus casas, cada uno característico, y van unidos a sensaciones de seguridad, de ser querido y aceptado sin la severidad que acompaña generalmente la relación con los padres. Los abuelos, en general, son unos padres maduros despojados de los mecanismos proyectivos y de las limitaciones propias de edades más tempranas, por eso la relación con ellos suele ser favorecedora. También es cierto que dicha relación esta desprovista de la responsabilidad que tienen los padres al educar a sus hijos, de ser severos en ocasiones e incluso de llegar a imponer castigos.
Recuerdo el olor indefinido a sexo de mis primeros escarceos siendo todavía un niño, jugando a “médicos” o a “papas y mamas” con las niñas de la calle.
Más tarde recuerdo el olor de mi primera novia, y no puedo menos que sentir una profunda nostalgia por aquel cariño al principio inmenso, doloroso y posesivo por temor a perderla; después, como suele suceder con los amores adolescentes que habitualmente se rompen por uno u otro motivo, confundí la rutina con el desamor pensando que el amor debía estar siempre en la cresta de la ola; me di cuenta tarde cuando ya todo era irremediable. Revivo las noches de angustia de después con el cuerpo cubierto de sudor frío y viscoso, la sensación de vacío en el pecho y de tremenda y fría soledad.
Recuerdo los primeros años de mi infancia jugando en la calle libre de peligros; los únicos vehículos que circulaban eran bicicletas, algunas de ellas con remolque, y las caballerías, a veces con jinete o con carga y otras enganchadas a carros o galeras. Mi madre, como las de la mayoría de los que entonces éramos niños, cuando llegaba la hora de recogernos se asomaba al balcón y a voz en grito me llamaba por mi nombre, de tal forma, que su llamada se oía en todo el barrio; aun hoy, cuando paseo por la parte vieja de mi ciudad y paso por delante de la que fue mi casa, me parece ver a mi madre en el balcón gritando llamándome a pleno pulmón.

En aquella casa que hoy existe remozada viví hasta bien entrada la adolescencia. Se entraba por la calle del Juicio y el portal siempre abierto servía de lechería a mis vecinos del tercero; en el verano, al entrar en el portal se percibía un olor ácido y era frecuente ver un acumulo de moscas reunidas en círculos en torno a residuales gotas de leche; a veces nos entreteníamos compitiendo a ver cuantas éramos capaz de cazar de un sólo puñado. Cada piso estaba dividido en dos por un amplio pasillo que formaba parte del hueco de escalera; en una parte estaba la cocina, el retrete y una habitación, y en la otra el comedor y otra habitación; yo dormía en la que daba a la calle de la Rua. Era una casa humilde como muchas en Tudela.
De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías.

viernes, 13 de marzo de 2015

DISCRIMINACIÓN DE LA MUJER

Mujer y sociedad.

Ángel Cornago Sánchez.

No cabe duda, que la mujer ha sido y es discriminada por su condición de tal. Durante muchos periodos de la historia, este comportamiento ha sido generalizado.
El mecanismo para someterla en tiempos primitivos cabe pensar que fue la fuerza, aunque después, la educación, tanto en la familia con en las escuelas, ha sido el modo más poderoso, sutil y eficaz para conseguirlo. Hasta hace pocos años así era, e incluso muchas madres lo inculcaban a sus hijas; como ejemplo de lo dicho, algunas las obligaban a levantarse de la mesa a servir un vaso de agua al hermano varón, o a servirle la comida o la cena. Las mismas hijas adoptaban ese papel como una obligación. Suele suceder con todas las situaciones de sometimiento, que para iniciar el cambio debe haber conciencia de la situación para comenzar a cortar el hilo de la dependencia.
Los hombres se comportaban con el poder que en ese momento se les otorgaba, en muchos casos de forma abusiva, considerando a la mujer una propiedad que tenía la obligación de servirle. En muchas familias no era así, y el afecto, y la calidad humana de ambos, hacía que la relación fuera buena y que nadie estuviera sometido. Incluso, era frecuente que la mujer fuera el elemento fuerte de la casa, tomando las decisiones importantes sobre los hijos, y administrando la economía.
Actualmente en nuestro medio está cambiando, pero queda mucho trecho, y especialmente en algunos lugares del mundo son tratadas peor que a los animales, utilizándolas como esclavas, e incluso asesinándolas impunemente. Es de suma gravedad, y los organismos internacionales que nos representan, no pueden mirar hacia otro lado.
En cuanto a capacidad intelectual, responsabilidad, consecuencia, compromiso, minuciosidad, equilibrio, afectividad, etc., son tan capaces, y, en muchos casos y aspectos, más que los varones. He tenido la suerte de trabajar habitualmente con mujeres, y su capacidad, preparación, dedicación, responsabilidad, etc, no se ha diferenciado en nada de la de mis compañeros.
Los hombres también tenemos defectos que la sociedad referida nos ha inculcado y precisamos desprendernos, como son la sensación de prepotencia, de poca delicadeza, de seguridad de pose, de falta de sensibilidad muchas veces fingida, etc. Los hombres, sobre todo hace años, debíamos ser fuertes, muy machos, no podíamos llorar, la sensibilidad se tachaba de mariconería en tono despectivo. Esa educación ha sido muy negativa para nosotros.
La educación debe ser igual para ambos sexos, respetando las peculiaridades de cada cual. Es un injusticia que los sueldos sean distintos, lo mismo que el acceso a puestos de responsabilidad.
La maternidad es una circunstancia diferenciadora que los gobiernos deben valorar  y favorecer, porque es la esencia de la supervivencia de la sociedad, y lejos de penalizarla discriminando a las madres, deben primar la natalidad con coberturas sociales, y la reinserción de la mujer a su puesto de trabajo con todas las garantías, haciendo compatibles el trabajo con la maternidad.
Esta sociedad no habrá llegado a la madurez hasta que no haya superado algo tan básico como la igualdad de sexos. También la igualdad de razas, la no discriminación por el lugar de nacimiento, por la orientación sexual, por la clase social.
En otro ámbito de ideales, nos quedan otros objetivos para conseguir un mundo mejor que estamos muy lejos de alcanzar, exigiendo justicia social, propugnando una protección especial para los más vulnerables, como son los niños, los ancianos, los que padecen exclusión social.
Para que los ideales se lleven a cabo,  debemos vivirlos primero como necesarios en nuestras mentes y en nuestros corazones.

Ángel Cornago Sánchez.derechos de la mujermujer y sociedad

viernes, 6 de marzo de 2015

EN LOS SESENTA LAS BICIS TENIAN RIESGO

La bici.

Ángel Cornago Sánchez

En los años sesenta del pasado siglo, a diferencia de hoy, hacíamos la vida en la calle. Cuando llegábamos de la escuela, con el tiempo justo de coger el bocadillo de la merienda, bajábamos a la calle a reunirnos con nuestros amigos. La calle era entonces un sitio habitable; los dueños  éramos los peatones, y en especial los niños que poblábamos las calles y plazas, de tal forma que, los pocos medios de transporte motorizados que pasaban sabían que la responsabilidad era fundamentalmente de ellos, porque transitaban por una zona en que el extraño era la máquina de motor. El único vehículo que entrañaba algún riesgo eran las bicicletas que empezaban a abundar, y había, como siempre, insensatos que se lanzaban a toda velocidad posible. La gente tampoco estaba acostumbrada a cruzar la calle con cuidado seguros como estaban de que no podía aparecer ningún vehículo agresor, así que empezó a haber algún accidente.
Un día cuando era ya muchacho, sufrí un pequeño percance cuando iba con la primera y única bici que tuve, que hacía poco mi padre me había comprado de segunda mano; por una parte, al parecer no debía de ser muy ducho en el manejo, y por otra, probablemente estaba fascinado por la sensación agradable que producía el lanzarme cuesta abajo a toda velocidad desde la plaza San Jaime por la calle Verjas hasta el Puente de Hierro. Estaba haciendo una de estas bajadas que había repetido varias veces, cuando de repente, de una calle transversal, la calle del Horno de La Higuera, salió una chica con un cesto lleno de melocotones; cuando me vio llegar se quedó espantada en medio de la calle sin decidirse a apartarse a un lado ni al otro; frené en seco pero la bici derrapó, se deslizó y no pude evitar meterle la rueda entre las piernas, tirarle todos los melocotones que con la inercia bajaron rodando calle abajo, y en nada estuvo en que no caímos los dos por el suelo. Aunque no le sucedió nada, el cabreo que cogió fue monumental,  yo creo que más que por el susto y por los melocotones que me apresuré a recoger, porque en aquella época, nadie le podía meter nada entre las piernas a una mujer que se preciara, aunque fuese la rueda de una bicicleta de forma accidental. Durante una temporada, cuando la encontraba, me miraba como si fuera un lascivo; más tarde, con los años su mirada cambió e incluso a veces me sonreía de una forma que yo, en mis fantasías, interpretaba como que no le importaría sentirse de nuevo atropellada, pero nunca me atreví a acercarme a ella, con el día de los melocotones tuve bastante.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías".