La bici.
Ángel Cornago Sánchez
En los años sesenta del pasado siglo, a diferencia de hoy, hacíamos la vida en la calle.
Cuando llegábamos de la escuela, con el tiempo justo de coger el bocadillo de
la merienda, bajábamos a la calle a reunirnos con nuestros amigos. La calle era
entonces un sitio habitable; los dueños
éramos los peatones, y en especial los niños que poblábamos las calles y
plazas, de tal forma que, los pocos medios de transporte motorizados que pasaban sabían
que la responsabilidad era fundamentalmente de ellos, porque transitaban por
una zona en que el extraño era la máquina de motor. El único vehículo que
entrañaba algún riesgo eran las bicicletas que empezaban a abundar, y había,
como siempre, insensatos que se lanzaban a toda velocidad posible. La gente tampoco
estaba acostumbrada a cruzar la calle con cuidado seguros como estaban de que
no podía aparecer ningún vehículo agresor, así que empezó a haber algún
accidente.
Un día cuando era ya muchacho, sufrí un pequeño percance
cuando iba con la primera y única bici que tuve, que hacía poco mi padre me
había comprado de segunda mano; por una parte, al parecer no debía de ser muy
ducho en el manejo, y por otra, probablemente estaba fascinado por la sensación
agradable que producía el lanzarme cuesta abajo a toda velocidad desde la plaza
San Jaime por la calle Verjas hasta el Puente de Hierro. Estaba haciendo una de
estas bajadas que había repetido varias veces, cuando de repente, de una calle transversal, la calle
del Horno de La Higuera,
salió una chica con un cesto lleno de melocotones; cuando me vio llegar se
quedó espantada en medio de la calle sin decidirse a apartarse a un lado ni al
otro; frené en seco pero la bici derrapó, se deslizó y no pude evitar meterle la
rueda entre las piernas, tirarle todos los melocotones que con la inercia
bajaron rodando calle abajo, y en nada estuvo en que no caímos los dos por el
suelo. Aunque no le sucedió nada, el cabreo que cogió fue monumental, yo creo que más que por el susto y por los
melocotones que me apresuré a recoger, porque en aquella época, nadie le podía
meter nada entre las piernas a una mujer que se preciara, aunque fuese la rueda
de una bicicleta de forma accidental. Durante una temporada, cuando la
encontraba, me miraba como si fuera un lascivo; más tarde, con los años su
mirada cambió e incluso a veces me sonreía de una forma que yo, en mis
fantasías, interpretaba como que no le importaría sentirse de nuevo
atropellada, pero nunca me atreví a acercarme a ella, con el día de los
melocotones tuve bastante.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías".
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