jueves, 19 de marzo de 2015

VIDA COTIDIANA EN LOS AÑOS SESENTA

Vida cotidiana en la Tudela de los sesenta.

Buscando una vía de conexión con el pasado, de mi primera infancia, recuerdo en invierno el olor a carbón de piedra que mi madre quemaba en la cocinilla que llamaban “económica”; servía para cocinar y calentaba la única estancia en la que en aquellos meses se podía estar con cierta sensación de bienestar, en el resto de la casa, se padecía casi la temperatura ambiente, circunstancia que era especialmente dura en el momento de ir a la cama; desnudarse y meterse entre las sábanas gélidas y húmedas, era un momento casi heroico que intentábamos paliar con una botella de las de gaseosa llena de agua caliente, con un ladrillo calentado previamente en el horno de la cocinilla, y los más pudientes con un calentador o una bolsa de "goma" que vendían en las farmacias para tal menester; desde la cama la respiración exhalaba un vaho que parecía que estábamos en la calle y, en verdad, no creo que hubiese mucha diferencia de temperatura entre mi habitación y la calle de La Rua donde se abría mi balcón. Sobre la chapa no sé por qué, había siempre una perola con agua hirviendo que vaporizaba humidificando el ambiente, cosa saludable para nuestras vías respiratorias, aunque el motivo seguramente no era ese. El carbón se guardaba debajo de la encimera de baldosa blanca, en un cubículo de donde se recogía con el badil para echarlo directamente al fuego; en este cubículo situado generalmente al lado del que estaba debajo de la fregadera, solían ser habitantes habituales grandes cucarachas de entrañas blanquecinas, e incluso, algún ratón que cuando aparecía de forma inopinada, se daba la voz de alarma y se organizaba el estrapalucio correspondiente, mi madre y mi hermana haciendo aspavientos, yo haciéndome el valiente pero quieto, y mi padre escoba en ristre dando escobazos a diestro y siniestro hasta que, por lo general, el ratón lograba burlarnos a todos y desaparecía por algún pequeño agujero; esa misma noche se establecían estrategias de caza que consistían en poner cepos con queso y tapar los agujeros con yeso y cristales.
Fuera del piso, en la escalera, había un cuarto oscuro donde se guardaba el saco de carbón, la leña, además de otros trastos y enseres inservibles. Este era el lugar en el que amenazaban con encerrarme por mis comportamientos traviesos y, en alguna ocasión, recuerdo que llegué a experimentarlo; aquel olor fuerte a carbón y a moho en la oscuridad, con la sensación de estar rodeado de grandes ratas, lo identifico con sensaciones de abandono y de indefensión más absoluta. Me imagino que vivencias similares deben de experimentar los presos en las celdas de castigo.
Recuerdo como olía el colchón de borra que mi hermana, de menos edad que yo, orinaba casi a diario y que mi madre acercaba a la cocinilla por las mañanas para que se secara para la noche. Es de las sensaciones junto con el olor característico de mis padres y el de mi hogar, que hoy identificaría con el concepto de mi tribu o de mi clan familiar, y que como en el medio animal es una vía básica de unión y reconocimiento entre sus miembros.
Hace años, y aun hoy en el medio rural, los hornos eran de leña, y al pasar por sus aledaños se percibía el olor a leña quemada y a pan recién hecho; ese olor me sigue produciendo una sensación agradable y me araña placenteramente el estómago cuando lo percibo. De niño desde mi ventana recibía sensaciones similares que provenían del patio de la panadería situada inmediatamente debajo de mi casa. A veces veía a los panaderos cubiertos de sudor y harina con el torso descubierto, que salían al patio a por algún utensilio de trabajo o a fumar haciendo un alto en su labor; me parecían gente atareada y muy apresurada, seguramente debido a que el objeto de su trabajo es el alimento más madrugador en cualquier mesa por modesta que sea.
Recuerdo las tertulias de mis padres con mis abuelos y mis vecinos en las noches de invierno, todos agolpados en la cocina en torno a la mesa camilla, hablando de temas que debían de ser muy interesantes; tenían lugar en un ambiente que emanaba comunicación, camaradería y buena relación; yo percibía y sentía con ellos las vivencias de la conversación aun sin entenderla, pero de forma mucho más sublime, pues sin comprender, reía con ellos si reían, o me ponía serio cuando los veía trascendentes simplemente observando sus caras, de tal forma que el peor disgusto que me podían dar era mandarme a la cama privándome de aquella comunicación sensorial e irracional para mí, pero que me hacía participar y sentirme tremendamente feliz.
Como positivo, recuerdo el olor de mis abuelos, incluso el que impregnaba la entrada de sus casas, cada uno característico, y van unidos a sensaciones de seguridad, de ser querido y aceptado sin la severidad que acompaña generalmente la relación con los padres. Los abuelos, en general, son unos padres maduros despojados de los mecanismos proyectivos y de las limitaciones propias de edades más tempranas, por eso la relación con ellos suele ser favorecedora. También es cierto que dicha relación esta desprovista de la responsabilidad que tienen los padres al educar a sus hijos, de ser severos en ocasiones e incluso de llegar a imponer castigos.
Recuerdo el olor indefinido a sexo de mis primeros escarceos siendo todavía un niño, jugando a “médicos” o a “papas y mamas” con las niñas de la calle.
Más tarde recuerdo el olor de mi primera novia, y no puedo menos que sentir una profunda nostalgia por aquel cariño al principio inmenso, doloroso y posesivo por temor a perderla; después, como suele suceder con los amores adolescentes que habitualmente se rompen por uno u otro motivo, confundí la rutina con el desamor pensando que el amor debía estar siempre en la cresta de la ola; me di cuenta tarde cuando ya todo era irremediable. Revivo las noches de angustia de después con el cuerpo cubierto de sudor frío y viscoso, la sensación de vacío en el pecho y de tremenda y fría soledad.
Recuerdo los primeros años de mi infancia jugando en la calle libre de peligros; los únicos vehículos que circulaban eran bicicletas, algunas de ellas con remolque, y las caballerías, a veces con jinete o con carga y otras enganchadas a carros o galeras. Mi madre, como las de la mayoría de los que entonces éramos niños, cuando llegaba la hora de recogernos se asomaba al balcón y a voz en grito me llamaba por mi nombre, de tal forma, que su llamada se oía en todo el barrio; aun hoy, cuando paseo por la parte vieja de mi ciudad y paso por delante de la que fue mi casa, me parece ver a mi madre en el balcón gritando llamándome a pleno pulmón.

En aquella casa que hoy existe remozada viví hasta bien entrada la adolescencia. Se entraba por la calle del Juicio y el portal siempre abierto servía de lechería a mis vecinos del tercero; en el verano, al entrar en el portal se percibía un olor ácido y era frecuente ver un acumulo de moscas reunidas en círculos en torno a residuales gotas de leche; a veces nos entreteníamos compitiendo a ver cuantas éramos capaz de cazar de un sólo puñado. Cada piso estaba dividido en dos por un amplio pasillo que formaba parte del hueco de escalera; en una parte estaba la cocina, el retrete y una habitación, y en la otra el comedor y otra habitación; yo dormía en la que daba a la calle de la Rua. Era una casa humilde como muchas en Tudela.
De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías.

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