jueves, 30 de abril de 2015

ALCOHOLISMO PROBLEMA GRAVE, A VECES NO DIAGNOSTICADO.

Alcohólismo.
Ángel Cornago Sánchez

Hace bastantes meses, el grupo de “Alcohólicos anónimos” con motivo de la celebración de su treinta y cuatro aniversario, me invitaron a participar en su reunión para que les hablara de las repercusiones del alcohol sobre la salud. Fui con mucho gusto.
El comienzo fue impactante: dos personas con dependencia hablaron con crudeza ante un auditorio de unas cien, de su experiencia y sus sufrimientos cuando habían estado consumiendo. El mecanismo beneficioso, es una psicoterapia de grupo, un apoyo de todos los demás con su presencia y comprensión, ya que han pasado o están pasando por situaciones similares. En realidad es una catarsis que produce un efecto muy favorable y una motivación añadida para seguir sin consumir, porque (hay que tenerlo claro), alcohólico se es para toda la vida; hay que dejar el alcohol para siempre. Después habló un familiar, el esposo de una señora alcohólica hoy en abstinencia desde hace mucho tiempo; su relato fue muy ilustrativo y positivo para familiares de personas con dependencia activa, o en las primeras fases de la terapia. También es importante la experiencia de los familiares, pues son los segundos y, a veces, los primeros sufridores del alcoholismo de su familiar. Dicha asociación les sirve de apoyo humano y a veces profesional.
Por no hacer la exposición larga, no es el lugar, voy a ceñirme a unas breves consideraciones que son importantes.
1º. El alcohol en nuestra cultura es una sustancia con la que hemos convivido desde niños: la asociamos a celebraciones, a la buena mesa, a las relaciones sociales. Los actores, sobre todo en las películas de hace años, fumaban y bebían como un acto de liderazgo; se asociaba a personajes de ficción que valorábamos. En definitiva, lo vemos como algo inocente y positivo pero, no lo es
2º. Su poder adictivo es débil, es decir, porque bebamos de vez en cuando de forma moderada, es difícil que lleguemos a la dependencia. Pero, muy importante: cuando se llega a la dependencia, es tan difícil o más deshabituarse que con otras drogas, llámese cocaína, heroína, etc.
3º. En los episodios de intoxicación aguda, tiene repercusiones graves en el ámbito de la salud, como accidentes de tráfico, de trabajo,  legales (agresiones, etc.), sexo con riesgo, familiares, etc. Otro día tal vez aborde de forma resumida los problemas que puede provocar.
4º En los pacientes que consumen habitualmente pueden provocar problemas de salud graves: sobre el sistema nervioso, corazón, páncreas, hígado, embarazos, impotencia, etc., incluso pueden llevar a la muerte.
5º Las mujeres son más sensibles.
Las cantidades de riesgo son variables. Por dar unas cifras: en el varón por encima de 80 grs./día. En la mujer 40 grs./día. Para tener idea de los gramos: un litro de la bebida consumida tiene en gramos de alcohol, el resultado de multiplicar por 10 los grados de la bebida en cuestión, y el resultado multiplicarlo por 0,8.
Hay que beber de forma responsable: nunca en el trabajo, nunca conduciendo, nunca en el embarazo. Los niños nunca deben beber alcohol.
Unas preguntas para auto-contestarse y sospechar si puede estar teniendo algún problema:
         - Tiene impresión de que debería beber menos?
         - Le ha molestado la crítica sobre su forma de beber?
         - Se ha sentido culpable por beber?
         - Le ha ocurrido tener que beber al levantarse para calmar los nervios?
Cualquiera de las tres primeras preguntas es sugestiva de riesgo, la última es sugestiva de dependencia.
Estas breves líneas tratan simplemente de ser una llamada de atención sobre un problema que parece inocente, pero que es grave y afecta mucho más de lo que se reconoce. Es la imagen del “iceberg”, que es mucho mayor la parte sumergida que la que aparece en la superficie. Lo mismo sucede con el alcoholismo, hay muchos más que los que reconocen su problema. Muy importante: muchos ni siquiera son conscientes.
En definitiva, estas asociaciones, hacen una labor encomiable en un problema tan grave como el alcoholismo para quien lo padece y para sus familias. Los resultados son buenos.
Ángel Cornago Sánchez

viernes, 24 de abril de 2015

LA GENERACIÓN DE LAS POSGUERRA

LA GENERACIÓN DE LAS POSGUERRA 
Ángel Cornago Sánchez
“Los que no vivimos la guerra civil y nacimos en los años posteriores a su terminación,  hemos sido una generación marcada por intensos cambios, tanto a nivel político, como religiosos y humanos. Fuimos educados en unas estrictas y puritanas reglas morales, en unas verdades religiosas incuestionables y en unas ideas políticas de verdades absolutas; luego, en nuestra evolución posterior, tuvimos que recomponer, cuando no destruir, todo el andamiaje con que nos habían formado para, en el mejor de los casos, construir otro que nos sirviera, con lo traumático que todo el proceso conlleva, quedando no pocas veces, mucho tiempo a la deriva, y algunos tal vez para siempre.
Nuestros padres casi todos hicieron la guerra en un bando o en otro, la mayoría sin elegirlo, y en general, los que nacimos de los que no tuvieron problemas de exilio ni de clandestinidad, habían pertenecido al bando nacional donde habían luchado de forma más o menos entusiasta. En los años posteriores unos se sentían vencedores y se comportaban con la arrogancia de tales, sabiéndose en posesión de un poder que creían haberse ganado. Otros trataban de olvidar a toda costa los años pasados y de reintegrarse a la vida civil. Los críticos con el régimen, o estaban en la clandestinidad, o se cuidaban mucho de hablar en público y casi ni en privado de sus ideas. Fue una página trágica de nuestra historia que había que olvidar lo más rápido posible. Había otros que habían perdido familiares en el frente para los que el olvido era doloroso y nada fácil. Por último había no pocos que habían perdido familiares directos fusilados en las cunetas de las carreteras o en las tapias de los cementerios, para los que el olvido era casi imposible.
Las mujeres habían vivido las mismas sensaciones, pero en la retaguardia con menos implicación política que los hombres, pero sufriendo por padres, hermanos y familiares en el frente y con las mismas sensaciones de dolor y de rencores.
Estos fueron nuestros padres, hombres y mujeres que les había tocado vivir un momento histórico trágico que, de alguna forma, se iba a reflejar en nosotros como hijos. A todos les había tocado vivir una situación límite, unos en las trincheras y otros en la retaguardia, y como toda situación límite les había puesto a prueba y les había marcado para siempre. Muchos, al menos en su fuero interno, sabían si  eran héroes, cobardes o culpables, y esta vivencia no la iban a olvidar en toda su vida. De alguna forma, todos íbamos a participar de aquella experiencia que iba a conformar nuestra forma de ser, pues mi generación vivimos nuestra infancia en los años posteriores a la guerra cuando las actitudes estaban todavía vigentes y las heridas abiertas.
Aprendimos a vivir silencios y cuchicheos en torno a determinados temas que no entendíamos, a adivinar tragedias o noticias preocupantes mirando a las caras de nuestros padres cuando daban en la radio las noticias en el parte de las dos y media, a tenerle miedo a la autoridad representada en los uniformes, y sobre todo a la guardia civil, a mirar con recelo a determinadas personas que según decían de forma muy queda habían ejecutado a gente en la carretera, a comer pan negro, a las cartillas de racionamiento, a tomar leche aguada.
A los muchachos nos inculcaron que había que ser muy machos, no había que llorar, todo lo que sonase a sensibilidad sonaba a mariconería; a muchos padres no les importaba que sus hijos bebiesen alcohol o fumasen, pues era un signo de hombría, lo mismo que el irse de putas o ser mujeriego. Las mujeres sin embargo debían de ser pías, a poder ser “hijas de María”, vírgenes hasta el matrimonio, aunque fuesen imbéciles en otros aspectos de su personalidad, a poder ser sin experiencias sentimentales previas y lo más sumisas al servicio del hombre.
Esto fue lo que conformó nuestras primeras experiencias infantiles, lo que formó nuestro andamiaje psicológico. Luego vino la reacción individual a todo aquello, el oír radio España Independiente o radio París de noche con muchas interferencias, pero nos enterábamos de otro mundo que a nosotros nos estaba vedado; las primeras reuniones clandestinas para conspirar, las primeras manifestaciones en la universidad, y en general un proceso de concienciación que no hubiéramos tenido sin nuestro pasado histórico.
Nuestra generación tuvo como circunstancias positivas el que fuimos educados en la exigencia y en el esfuerzo, necesario para cualquier empresa que se pretenda; tanto los que nos dedicamos a estudiar como los que lo hicieron a trabajar, sabíamos que había que hacerlo con ahínco. Estábamos deseando independizarnos de nuestros padres, tener nuestra autonomía y nuestra libertad.
Como reacción al sistema político que vivimos, creímos en unos ideales que muchas veces antepusimos a los materiales, aunque posteriormente nos hayan decepcionado, no los ideales en sí, sino las personas que se han erigido en portadoras; eso nos ha llevado a ser mucho más realistas e incluso escépticos.
Fue una educación poco humana, rígida, extremista, totalitaria; la forma de enjuiciar las cosas, bueno-malo, blanco-negro, poder-sumisión, nos marcó tal vez para siempre y nos hizo ver la vida desde perspectivas extremas: virtud-pecado, triunfo-fracaso, belleza-fealdad, juventud-vejez… La educación religiosa llena de pecados e hipocresías, tan poco humana, tan poco social; la Iglesia estaba con los ricos y con los poderosos; era más grave un pensamiento lujurioso que no ser solidario o ser injusto con los semejantes. Esta educación, centrada en el sexto mandamiento, era mucho más estricta y machacona en los seminarios, donde muchos ante la falta de recursos y el deseo de salir de la pobreza, tuvieron que ingresar para poder estudiar, a costa de ceder sus conciencias, desde muy jóvenes, a censores que las moldearon en aras a unos valores religiosos, que resultaron inhumanos, puritanos y muchos de ellos falsos. Por estos planteamientos aprendidos en la niñez, muchos nos pasamos la adolescencia, la juventud  y tal vez gran parte de la vida, luchando con y contra nuestras fantasías, contra nuestras limitaciones, en definitiva intentando desmontar el andamiaje psicológico que nos habían montado en la niñez y en la adolescencia.

Algunos, como mi amigo Juan, e incluso en algunos aspectos yo mismo, nunca lo conseguimos”.
Ángel Cornago Sánchez. Prólogo de mi novela: "Las sombras de la luna"

sábado, 18 de abril de 2015

EL "PRAO" LUGAR DE ENCUENTROS AMOROSOS EN LOS SESENTA.

“El Prado”

Ángel Cornago Sánchez
En la Tudela de los años sesenta del siglo pasado, los jóvenes, la mayoría no disponíamos de coches, y el lugar habitual donde realizábamos los juegos amorosos las parejas era en “el Prao”. El Prado no tiene nada que ver con el concepto de prado como lugar tapizado de hierba que asociamos a los prados del norte. En este caso, el nuestro, es el paseo situado en la ribera derecha del Ebro y que hoy conserva el mismo nombre de entonces, aunque no el mismo aspecto. El quiosco era el mismo, así como los árboles de todo el paseo, excepto unos que había junto al quiosco que se talaron.
Cuando oscurecía, existía cierta iluminación hasta el quiosco, a partir de este había dos o tres bombillas mortecinas que iluminaban a trechos hasta la calleja de Ochoa, hoy Gladis, y que la mayoría de las veces estaban rotas por los habituales de la zona en busca de mayor intimidad; a partir de dicha calleja reinaba la oscuridad más absoluta.
Este paseo era el lugar habitual donde las parejas iban a gozar de sus escarceos amorosos; en verano la afluencia era masiva, y había noches, sobre todo los sábados, en que era imposible encontrar un banco libre, e incluso, exagerando un poco, había problema para encontrar un árbol libre en cuyo tronco apoyarse, o un sitio en el atoque que recorría el lado izquierdo del paseo hasta la susodicha calleja, teniendo en cuenta que había que guardar cierta distancia para preservar la intimidad; había días en que, al parecer, “estábamos todos allá”. La mayoría pienso que eran juegos amorosos inocentes como los que se llevaban en aquella época, aunque probablemente muchos embarazos no buscados se gestaron, y nunca tan bien dicho, en dicho paseo.
Creo que el grado de evolución de los intercambios amorosos estaba en relación con las distintas zonas del paseo: en un primer momento el quiosco era una zona fronteriza y se buscaba el acomodo en los bancos o en el atoque de la zona iluminada; conforme se iba intimando y en sucesivas salidas, se buscaban zonas más en penumbra, y después, oscuras del todo; el pasar de la calleja de Ochoa ya era una zona tremendamente comprometida y lugar para los ya iniciados; el ir a la “peñica” equivalía a llegar, al menos teóricamente, a los niveles más avanzados en las relaciones; cuando un chico decía que había llevado a una chica a la “peñica” - final del paseo- equivalía tanto como llevarla al pajar, aunque yo creo que no era para tanto. Nosotros fuimos una generación de presumir mucho y hacer poco; la generación de nuestros padres que fue la del “pajar”, seguramente fueron mucho más discretos y más efectivos.
El “Prao” no sólo se utilizaba en verano, también en todo tiempo, incluso en invierno; entonces, como he dicho, la mayoría no disponíamos de coche y había que capear el temporal como se podía. Todavía recuerdo divertido, como en pleno invierno, algunas parejas se introducían en la oscuridad del paseo a paso ligero como quien va a una urgencia o a un deber que corre prisa y con el que hay que cumplir a pesar de la inclemencias del tiempo; luego se les veía salir con la misma prisa porque iban a dar las diez y la chica debía que estar en casa para esa hora. ¡Eran cosas de la naturaleza! en una época determinada
“El Prao” era un lugar aceptado para tales menesteres, y nadie se extrañaba de que parejas de novios ya consolidadas frecuentasen el paseo; el que lo hiciesen parejas primerizas, sobre todo si iban “agarrados”, era señal de relación con visos de estabilidad, y si no llegaba a ser así, la honra de la chica podía quedar dañada. Había parejas sin compromiso que iban charlando con aparente indiferencia, incluso comiendo pipas como si fuesen paseando por los lugares más céntricos y que hubiesen llegado allí despistados; en cuanto se introducían en la zona oscura, las pipas dejaban de ser el motivo de atención para centrarse en otros goces más agradables y perentorios hasta entonces disimulado con la sal de las pipas, aunque, según dicen, había alguna chica que seguía comiéndolas mientras realizaba los juegos amorosos; (Nicolás Fernández de Moratín relata en uno de sus libros, que había una chica en Madrid que solía comer cerezas y escupía los huesos intentando llegar al techo, mientras estaba en tales menesteres). Cuando volvían a salir de la zona oscura, sacaban de nuevo la bolsa de pipas del bolsillo y, como si tal cosa, se reintegraban a la zona habitual de paseos inocentes. A veces, algún destrozo en el cardado del pelo, el rimel corrido, algún rastro de pintalabios, o algún botón desabrochado o mal abrochado, hacían sospechar que algo más que comer pipas habían estado haciendo.
A pesar de todo, aquella fue una época de una muy fuerte represión sexual que nos impidió acercarnos al sexo contrario con naturalidad, y eso dio origen a no pocas alteraciones en el comportamiento y, en todo caso, a vivir estas sensaciones con culpabilidad.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro “Arraigos, melindres y acedías”

viernes, 10 de abril de 2015

ALGUNOS SONIDOS EN LA TUDELA DEL SIGLO PASADO.


ALGUNOS SONIDOS EN LA TUDELA DEL SIGLO PASADO.
Ángel Cornago Sánchez
Un sonido de aquella época que me estremece cuando lo recuerdo es el de la "campana de la quema";AFILADOR,TUDELA estaba situada al lado de mi casa y su son hacía vibrar todos los cristales. Cuando esto sucedía todo se paraba como presagiando la tragedia. Había otros sones de campanas que recuerdo con claridad, como la campana de mano llamando a la “doctrina” a los niños que íbamos a comulgar cada año. También las campanadas tenues y cadenciosas que tocaban cuando alguien había fallecido, o las que tocaban a “parvulico” cuando el difunto era un niño pequeño; cuando oía dichos sones sabía que en algún sitio muy próximo a donde me encontraba, había sucedido una tragedia y se me encogía el corazón durante unos segundos, hasta que algún lance del juego me sacaba de mi ensimismamiento.
Recuerdo el repicar grave, trastabillado y opaco durante la procesión de Santa Ana; mientras, nosotros con el mejor y único traje, la albahaca abrazando la vela hecha molicie, íbamos marcando una senda hecha de goterones de cera por las calles de mi vieja ciudad. Comportamiento de tradición arraigada fuera de toda racionalidad, pero que cuando la revivo, me reproduce la sensación de lo cotidiano, de lo próximo, de lo mío, de mi sentido del grupo al que pertenezco, con todo el bagaje de afecto, tranquilidad y paz que ello conlleva. Este sonido lo revivo cada año cuando en las Fiestas, el mismo repique solemne, invade toda la ciudad el día de Santa Ana por la mañana.
Otro sonido ya perdido pero que recuerdo con nitidez es el del pregonero que con su trompetilla de sonido nasal llamaba a escuchar lo que el Ayuntamiento había determinado comunicar a los ciudadanos. Llevaba boina roja y se iba parando de trecho en trecho en lugares ya prefijados y fijos; previa llamada, procedía a leer el bando con voz monótona y cadenciosa que siempre empezaba igual: “se hace saber, por orden del señor alcalde...”. Al oír el sonido, hasta los niños parábamos nuestros juegos, y los adultos se acercaban para mejor oír.
Sonido similar era el del basurero, que avisaba de su llegada con el carro haciendo sonar una trompetilla igual a la del pregonero, pero con distinto sonsonete y a hora distinta; anteriormente utilizaba una campana que iba adosada en la parte delantera al lado del pescante donde iba sentado. Bajábamos el pozal con los desperdicios que acercábamos al hombre que, encaramado en el carro, lo recogía y los iba vaciando en la caja. Al carro como cortejo, le acompañaban, sobre todo en los meses de verano, una nube  de moscas y moscardones que revoloteaban por encima de los desperdicios, que se posaban en ellos en cuanto hacía una parada, para volver a alzar el vuelo momentáneamente espantadas por las nuevas avenidas de basura.
En primavera y verano también era frecuente identificar al afilador recorriendo nuestras calles; con su llamada en escala gutural precediendo al grito de “el afilador y paragüero”, animaba a nuestras madres a que bajaran a la calle toda clase de instrumentos cortantes y puntiagudos y, allí mismo, los afilaba con su carro de mano donde llevaba la piedra de afilar movida por una polea impulsada a su vez con el pié. Posteriormente comenzaron a venir con bicicletas; levantaban la bici y hacían girar la piedra de afilar dándole a los pedales colocándose al revés. Casi todos los afiladores eran gallegos y se tenía la creencia que, cuando llegaban, era presagio de que iba a llover; sería porque al ser de Galicia llevaban con ellos parte del ambiente húmedo de su maravillosa tierra.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro "Arraigos, melindres y acedías".

lunes, 6 de abril de 2015

EL CURA DE MI PUEBLO

El cura de mi pueblo.             Nota: lo relatado aquí, era frecuente entre los curas del siglo pasado. Ahora creo que no es así. El relato es imaginario. Se podría aplicar a muchos pueblos.
           
           Ángel Cornago Sánchez
La plaza de mi pueblo era pequeña, cuadrada y rústica. Entonces, el suelo era un empedrado que haciendo dibujos convergían en el centro. A la derecha estaba la iglesia a la que se accedía por unas escaleras largas y empinadas, como si para llegar a Dios primero hubiera habido que ganárselo trepando por aquellos peldaños torcidos, desiguales, hechos de bloques de piedra, alguno de los cuales se había desencajado y amenazaba con desprenderse. En lo alto de la escalinata estaba la puerta de la iglesia y, en ella, los domingos antes de revestirse para celebrar misa, Don Tomas el párroco, que como severo centinela, con su larga y raída sotana aspecto tosco y malencarado, llevaba cuenta de quien entraba o no a misa.
 Sus sermones eran apocalípticos; subido en el púlpito alzaba la voz y con el dedo acusador nos auguraba a todos que nos consumiríamos en el fuego eterno del infierno; a veces tanto se reclinaba sobre el púlpito, que parecía que se iba a lanzar desde él a darnos el castigo previo a la condenación eterna. Después de oírle, salíamos con la sensación de que éramos viles como gusanos, y que el fuego del infierno era nuestro destino inevitable; casi lo teníamos asumido y, yo diría, que estábamos incluso resignados a nuestra suerte.
De vez en cuando se subía al campanario y desde allí vigilaba la huerta por si alguien osaba trabajar en domingo. Era nuestra conciencia personal y colectiva, el ángel que velaba por nuestras almas, el defensor de las grandes virtudes del pueblo. Si se enteraba que alguien trabajaba en día de fiesta se lo comunicaba a la guardia civil para que le pusiera la correspondiente multa. Entonces se preocupaban de nuestra salvación tanto el clero como la guardia civil, es como si trabajasen en equipo; !si no hubiera sido por ellos…¡
En la iglesia estábamos separados los chicos de las chicas; las chicas delante y los chicos detrás; los sexos debían estar separados, hasta para rezar. Cuando salía a pasear por la carretera y nos veía en grupo, juntos, nos miraba de forma severa y cuando íbamos a casa ya sabíamos que íbamos a tener reprimenda, porque había ido a nuestros respectivos padres a recordarles su falta de responsabilidad.
Sus alegatos contra el sexto mandamiento hacían temblar los cimientos de la iglesia; nos íbamos a condenar irremediablemente en un lugar del infierno, al parecer especialmente terrible, dedicado a los pecadores lujuriosos, mucho más terrible que el dedicado a asesinos, ladrones, explotadores, etc.; en ese sitio los sufrimientos iban a ser insoportables; yo en mi fantasía me imaginaba a unos demonios dándonos golpes con hierros rusientes en los genitales. Recuerdo que un día se lo pregunté y, no me dijo que no, incluso se sintió orgulloso de que hubiese captado tan bien los sufrimientos que nos quería trasmitir.
 Lo que él llamaba “el vicio solitario” le traía obsesionado. Nos decía que si caíamos en tan horrible pecado, además de ir irremediablemente a ese sitio tan especial en el infierno, se nos iba a secar la médula, el cerebro, y se nos iban a poner los ojos vidriosos. A veces preocupado me miraba en el espejo con insistencia creyendo adivinar que mi mirada comenzaba a tomar un aspecto parecido a la del tío Constancio, un señor muy viejo de vida disoluta en su juventud, y que andaba con una gayata porque casi no veía; después supe que padecía de cataratas. En todo caso, también teníamos asumido que para cuando llegásemos a la edad de ir a la mili no lo íbamos a poder hacer, porque estaríamos decrépitos, encorvados, y necesitaríamos bastón para andar. Al lo menos nos libraríamos de jugar a soldaditos; no hay mal que por bien no venga, pensaba yo.
 Era una lucha dura, por un lado los primeros y fogosos requerimientos de  nuestras hormonas reclamando poderosamente su función, y por otra nuestro estricto y bien aprendido código religioso exigiendo una virtud a ultranza. Era una cadena de  ponzoñosas culpas y enfervorizados arrepentimientos.
Se me olvidaba decir unos datos que creo pueden tener alguna relevancia: los amigos del pío Don Tomas eran las  fuerzas vivas del pueblo: el médico, el boticario, los cuatro ricos y la guardia civil; vivía con una señora que le llamaban “el ama” y que decía era sobrina suya; luego supimos que había tenido un hijo con ella y que lo abandonaron en la inclusa; nunca quisieron saber nada de él, y cuando fallecieron dejaron todos sus bienes a un convento para misas, supongo que para comprar su salvación o un sitio de privilegio en el cielo.
Así recuerdo a Don Tomás, el cura de mi pueblo.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro “Arraigos, melindres y acedías” Eds. Trabe.curaspecado