ALGUNOS SONIDOS EN LA TUDELA DEL SIGLO PASADO.
Ángel Cornago Sánchez
Un sonido de aquella época que me estremece cuando lo
recuerdo es el de la "campana de la quema";AFILADOR,TUDELA estaba situada al lado de mi casa y
su son hacía vibrar todos los cristales. Cuando esto sucedía todo se paraba
como presagiando la tragedia. Había otros sones de campanas que recuerdo con
claridad, como la campana de mano llamando a la “doctrina” a los niños que
íbamos a comulgar cada año. También las campanadas tenues y cadenciosas que
tocaban cuando alguien había fallecido, o las que tocaban a “parvulico” cuando
el difunto era un niño pequeño; cuando oía dichos sones sabía que en algún
sitio muy próximo a donde me encontraba, había sucedido una tragedia y se me
encogía el corazón durante unos segundos, hasta que algún lance del juego me
sacaba de mi ensimismamiento.
Recuerdo el repicar grave, trastabillado y opaco durante la
procesión de Santa Ana; mientras, nosotros con el mejor y único traje, la
albahaca abrazando la vela hecha molicie, íbamos marcando una senda hecha de
goterones de cera por las calles de mi vieja ciudad. Comportamiento de
tradición arraigada fuera de toda racionalidad, pero que cuando la revivo, me
reproduce la sensación de lo cotidiano, de lo próximo, de lo mío, de mi sentido
del grupo al que pertenezco, con todo el bagaje de afecto, tranquilidad y paz
que ello conlleva. Este sonido lo revivo cada año cuando en las Fiestas, el
mismo repique solemne, invade toda la ciudad el día de Santa Ana por la mañana.
Otro sonido ya perdido pero que recuerdo con nitidez es el
del pregonero que con su trompetilla de sonido nasal llamaba a escuchar lo que
el Ayuntamiento había determinado comunicar a los ciudadanos. Llevaba boina
roja y se iba parando de trecho en trecho en lugares ya prefijados y fijos;
previa llamada, procedía a leer el bando con voz monótona y cadenciosa que
siempre empezaba igual: “se hace saber, por orden del señor alcalde...”. Al oír
el sonido, hasta los niños parábamos nuestros juegos, y los adultos se
acercaban para mejor oír.
Sonido similar era el del basurero, que avisaba de su llegada
con el carro haciendo sonar una trompetilla igual a la del pregonero, pero con
distinto sonsonete y a hora distinta; anteriormente utilizaba una campana que
iba adosada en la parte delantera al lado del pescante donde iba sentado.
Bajábamos el pozal con los desperdicios que acercábamos al hombre que,
encaramado en el carro, lo recogía y los iba vaciando en la caja. Al carro como
cortejo, le acompañaban, sobre todo en los meses de verano, una nube de moscas y moscardones que revoloteaban por
encima de los desperdicios, que se posaban en ellos en cuanto hacía una parada,
para volver a alzar el vuelo momentáneamente espantadas por las nuevas avenidas
de basura.
En primavera y verano también era frecuente identificar al
afilador recorriendo nuestras calles; con su llamada en escala gutural
precediendo al grito de “el afilador y paragüero”, animaba a nuestras madres a
que bajaran a la calle toda clase de instrumentos cortantes y puntiagudos y,
allí mismo, los afilaba con su carro de mano donde llevaba la piedra de afilar
movida por una polea impulsada a su vez con el pié. Posteriormente comenzaron a
venir con bicicletas; levantaban la bici y hacían girar la piedra de afilar
dándole a los pedales colocándose al revés. Casi todos los afiladores eran
gallegos y se tenía la creencia que, cuando llegaban, era presagio de que iba a
llover; sería porque al ser de Galicia llevaban con ellos parte del ambiente
húmedo de su maravillosa tierra.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro "Arraigos, melindres y acedías".
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