El cura de
mi pueblo. Nota: lo relatado aquí, era frecuente entre los curas del siglo pasado. Ahora creo que no es así. El relato es imaginario. Se podría aplicar a muchos pueblos.
Ángel Cornago Sánchez
La plaza de mi pueblo era pequeña, cuadrada y rústica.
Entonces, el suelo era un empedrado que haciendo dibujos convergían en el
centro. A la derecha estaba la iglesia a la que se accedía por unas escaleras
largas y empinadas, como si para llegar a Dios primero hubiera habido que
ganárselo trepando por aquellos peldaños torcidos, desiguales, hechos de
bloques de piedra, alguno de los cuales se había desencajado y amenazaba con
desprenderse. En lo alto de la escalinata estaba la puerta de la iglesia y, en
ella, los domingos antes de revestirse para celebrar misa, Don Tomas el
párroco, que como severo centinela, con su larga y raída sotana aspecto tosco y
malencarado, llevaba cuenta de quien entraba o no a misa.
Sus sermones eran
apocalípticos; subido en el púlpito alzaba la voz y con el dedo acusador nos
auguraba a todos que nos consumiríamos en el fuego eterno del infierno; a veces
tanto se reclinaba sobre el púlpito, que parecía que se iba a lanzar desde él a
darnos el castigo previo a la condenación eterna. Después de oírle, salíamos
con la sensación de que éramos viles como gusanos, y que el fuego del infierno
era nuestro destino inevitable; casi lo teníamos asumido y, yo diría, que
estábamos incluso resignados a nuestra suerte.
De vez en cuando se subía al campanario y desde allí vigilaba
la huerta por si alguien osaba trabajar en domingo. Era nuestra conciencia
personal y colectiva, el ángel que velaba por nuestras almas, el defensor de
las grandes virtudes del pueblo. Si se enteraba que alguien trabajaba en día de
fiesta se lo comunicaba a la guardia civil para que le pusiera la
correspondiente multa. Entonces se preocupaban de nuestra salvación tanto el
clero como la guardia civil, es como si trabajasen en equipo; !si no hubiera
sido por ellos…¡
En la iglesia estábamos separados los chicos de las chicas;
las chicas delante y los chicos detrás; los sexos debían estar separados, hasta
para rezar. Cuando salía a pasear por la carretera y nos veía en grupo, juntos,
nos miraba de forma severa y cuando íbamos a casa ya sabíamos que íbamos a
tener reprimenda, porque había ido a nuestros respectivos padres a recordarles
su falta de responsabilidad.
Sus alegatos contra el sexto mandamiento hacían temblar los
cimientos de la iglesia; nos íbamos a condenar irremediablemente en un lugar
del infierno, al parecer especialmente terrible, dedicado a los pecadores
lujuriosos, mucho más terrible que el dedicado a asesinos, ladrones,
explotadores, etc.; en ese sitio los sufrimientos iban a ser insoportables; yo
en mi fantasía me imaginaba a unos demonios dándonos golpes con hierros rusientes
en los genitales. Recuerdo que un día se lo pregunté y, no me dijo que no,
incluso se sintió orgulloso de que hubiese captado tan bien los sufrimientos
que nos quería trasmitir.
Lo que él llamaba “el
vicio solitario” le traía obsesionado. Nos decía que si caíamos en tan horrible
pecado, además de ir irremediablemente a ese sitio tan especial en el infierno,
se nos iba a secar la médula, el cerebro, y se nos iban a poner los ojos
vidriosos. A veces preocupado me miraba en el espejo con insistencia creyendo
adivinar que mi mirada comenzaba a tomar un aspecto parecido a la del tío
Constancio, un señor muy viejo de vida disoluta en su juventud, y que andaba
con una gayata porque casi no veía; después supe que padecía de cataratas. En
todo caso, también teníamos asumido que para cuando llegásemos a la edad de ir
a la mili no lo íbamos a poder hacer, porque estaríamos decrépitos, encorvados,
y necesitaríamos bastón para andar. Al lo menos nos libraríamos de jugar a
soldaditos; no hay mal que por bien no venga, pensaba yo.
Era una lucha dura,
por un lado los primeros y fogosos requerimientos de nuestras hormonas reclamando poderosamente su
función, y por otra nuestro estricto y bien aprendido código religioso
exigiendo una virtud a ultranza. Era una cadena de ponzoñosas culpas y enfervorizados
arrepentimientos.
Se me olvidaba decir unos datos que creo pueden tener alguna
relevancia: los amigos del pío Don Tomas eran las fuerzas vivas del pueblo: el médico, el
boticario, los cuatro ricos y la guardia civil; vivía con una señora que le
llamaban “el ama” y que decía era sobrina suya; luego supimos que había tenido
un hijo con ella y que lo abandonaron en la inclusa; nunca quisieron saber nada
de él, y cuando fallecieron dejaron todos sus bienes a un convento para misas,
supongo que para comprar su salvación o un sitio de privilegio en el cielo.
Así recuerdo a Don Tomás, el cura de mi pueblo.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro “Arraigos, melindres y
acedías” Eds. Trabe.curaspecado
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