LA GENERACIÓN DE LAS POSGUERRA
Ángel Cornago Sánchez
“Los que no vivimos la guerra civil y nacimos en los años posteriores a
su terminación, hemos sido una
generación marcada por intensos cambios, tanto a nivel político, como religiosos
y humanos. Fuimos educados en unas estrictas y puritanas reglas morales, en
unas verdades religiosas incuestionables y en unas ideas políticas de verdades
absolutas; luego, en nuestra evolución posterior, tuvimos que recomponer,
cuando no destruir, todo el andamiaje con que nos habían formado para, en el
mejor de los casos, construir otro que nos sirviera, con lo traumático que todo
el proceso conlleva, quedando no pocas veces, mucho tiempo a la deriva, y
algunos tal vez para siempre.
Nuestros padres casi todos hicieron la guerra en un bando o en otro, la mayoría sin elegirlo, y en
general, los que nacimos de los que no tuvieron problemas de exilio ni de
clandestinidad, habían pertenecido al bando nacional donde habían luchado de
forma más o menos entusiasta. En los años posteriores unos se sentían
vencedores y se comportaban con la arrogancia de tales, sabiéndose en posesión
de un poder que creían haberse ganado. Otros trataban de olvidar a toda costa
los años pasados y de reintegrarse a la vida civil. Los críticos con el
régimen, o estaban en la clandestinidad, o se cuidaban mucho de hablar en
público y casi ni en privado de sus ideas. Fue una página trágica de nuestra
historia que había que olvidar lo más rápido posible. Había otros que
habían perdido familiares en el frente para los que el olvido era doloroso y
nada fácil. Por último había no pocos que habían perdido familiares directos
fusilados en las cunetas de las carreteras o en las tapias de los cementerios,
para los que el olvido era casi imposible.
Las mujeres habían vivido las mismas sensaciones, pero en la retaguardia
con menos implicación política que los hombres, pero sufriendo por padres,
hermanos y familiares en el frente y con las mismas sensaciones de dolor y de
rencores.
Estos fueron nuestros padres, hombres y mujeres que les había tocado
vivir un momento histórico trágico que, de alguna forma, se iba a reflejar en
nosotros como hijos. A todos les había tocado vivir una situación límite, unos
en las trincheras y otros en la retaguardia, y como toda situación límite les
había puesto a prueba y les había marcado para siempre. Muchos, al menos en su
fuero interno, sabían si eran héroes, cobardes
o culpables, y esta vivencia no la iban a olvidar en toda su vida. De alguna
forma, todos íbamos a participar de aquella experiencia que iba a conformar
nuestra forma de ser, pues mi generación vivimos nuestra infancia en los años
posteriores a la guerra cuando las actitudes estaban todavía vigentes y las
heridas abiertas.
Aprendimos a vivir silencios y cuchicheos en torno a determinados temas
que no entendíamos, a adivinar tragedias o noticias preocupantes mirando a las
caras de nuestros padres cuando daban en la radio las noticias en el parte de
las dos y media, a tenerle miedo a la autoridad representada en los uniformes, y
sobre todo a la guardia civil, a mirar con recelo a determinadas personas que
según decían de forma muy queda habían ejecutado a gente en la carretera, a
comer pan negro, a las cartillas de racionamiento, a tomar leche aguada.
A los muchachos nos inculcaron que había que ser muy machos, no había que
llorar, todo lo que sonase a sensibilidad sonaba a mariconería; a muchos padres
no les importaba que sus hijos bebiesen alcohol o fumasen, pues era un signo de
hombría, lo mismo que el irse de putas o ser mujeriego. Las mujeres sin embargo
debían de ser pías, a poder ser “hijas de María”, vírgenes hasta el matrimonio,
aunque fuesen imbéciles en otros aspectos de su personalidad, a poder ser sin
experiencias sentimentales previas y lo más sumisas al servicio del hombre.
Esto fue lo que conformó nuestras primeras experiencias infantiles, lo
que formó nuestro andamiaje psicológico. Luego vino la reacción individual a
todo aquello, el oír radio España Independiente o radio París de noche con
muchas interferencias, pero nos enterábamos de otro mundo que a nosotros nos
estaba vedado; las primeras reuniones clandestinas para conspirar, las primeras
manifestaciones en la universidad, y en general un proceso de concienciación
que no hubiéramos tenido sin nuestro pasado histórico.
Nuestra generación tuvo como circunstancias positivas el que fuimos
educados en la exigencia y en el esfuerzo, necesario para cualquier empresa que
se pretenda; tanto los que nos dedicamos a estudiar como los que lo hicieron a
trabajar, sabíamos que había que hacerlo con ahínco. Estábamos deseando
independizarnos de nuestros padres, tener nuestra autonomía y nuestra libertad.
Como reacción al sistema político que vivimos, creímos en unos ideales
que muchas veces antepusimos a los materiales, aunque posteriormente nos hayan
decepcionado, no los ideales en sí, sino las personas que se han erigido en
portadoras; eso nos ha llevado a ser mucho más realistas e incluso escépticos.
Fue una educación poco humana, rígida, extremista, totalitaria; la forma
de enjuiciar las cosas, bueno-malo, blanco-negro, poder-sumisión, nos marcó tal
vez para siempre y nos hizo ver la vida desde perspectivas extremas:
virtud-pecado, triunfo-fracaso, belleza-fealdad, juventud-vejez… La educación
religiosa llena de pecados e hipocresías, tan poco humana, tan poco social; la Iglesia estaba con los
ricos y con los poderosos; era más grave un pensamiento lujurioso que no ser
solidario o ser injusto con los semejantes. Esta educación, centrada en el
sexto mandamiento, era mucho más estricta y machacona en los seminarios, donde
muchos ante la falta de recursos y el deseo de salir de la pobreza, tuvieron
que ingresar para poder estudiar, a costa de ceder sus conciencias, desde muy
jóvenes, a censores que las moldearon en aras a unos valores religiosos, que
resultaron inhumanos, puritanos y muchos de ellos falsos. Por estos
planteamientos aprendidos en la niñez, muchos nos pasamos la adolescencia, la
juventud y tal vez gran parte de la
vida, luchando con y contra nuestras fantasías, contra nuestras limitaciones,
en definitiva intentando desmontar el andamiaje psicológico que nos habían
montado en la niñez y en la adolescencia.
Algunos, como mi amigo Juan, e incluso en algunos aspectos yo mismo,
nunca lo conseguimos”.
Ángel Cornago Sánchez. Prólogo de mi novela: "Las sombras de la luna"
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