La música.
Ángel Cornago Sánchez
A lo largo de la vida, en las distintas etapas, siempre ha
existido una música de fondo que ha acompañado nuestros momentos lúdicos, y
también los de tristeza o melancolía. Cuando hoy escuchamos de nuevo dichas
melodías reviven el estado de ánimo de aquel entonces.
De las primeras melodías que guardo recuerdo, son las que
precedían a las noticias del “parte” de las dos y media de la tarde en mis
primeros años en plena dictadura; en mi casa me obligaban a suspender mis
juegos y a guardar silencio mientras de aquel voluminoso cajón con rejilla
colocado en un lugar preferente de la cocina (entonces no había cuarto de
estar), salía una voz contundente que todos escuchaban en silencio; mi padre,
de vez en cuando intercalaba breves comentarios de desaprobación, lo que me
hacía pensar que aquellos que hablaban no debían de ser amigos nuestros. A
veces me hacían callar con más insistencia cuando las noticias tenían especial
relevancia; generalmente los gestos de desaprobación y hasta de enfado, en esos
casos se hacían más manifiestos, pero siempre a hurtadillas, con el enfado
hecho susurro, a trompicones, no fuera a suceder que le oyeran los vecinos. Por
la noche, en ocasiones, se ponían otras emisoras que luego supe ya en la
universidad que eran Radio España Independiente y Radio París, que parecían
gozar de la aprobación de mi padre por los comentarios que hacía como dándose
la razón; dichas emisoras se escuchaban con mucha dificultad por la cantidad de
ruidos y pitidos entre los que, de vez en cuando, se oía nítida la voz del
locutor que no tardaba en desvanecerse de nuevo entre el maremágnum sonoro; se
intentaba de nuevo recuperar haciendo mínimos movimientos con el sintonizador,
pero lo habitual era que la audición fuera deficiente, sobre todo en los días
de mal tiempo, por lo que muchas veces había que desechar el intento.
La música es un estímulo sonoro cuyo impacto más o menos
positivo depende, al menos en mi caso y creo que en el de la mayoría, de las
sensaciones que desencadena la propia melodía: hay músicas que inspiran
tristeza y otras lo contrario; pero
fundamentalmente depende de las vivencias que estemos experimentando en el
momento de oírlas, así, cuando estamos melancólicos una melodía puede llegar a
emocionarnos mucho más que en otra época en la que nos encontramos menos
sensibles. También depende, de si es música conocida y está unida a recuerdos y
sensaciones pasadas que vivimos en un ambiente o en una época determinada que
nos impactó de forma especial; todos recordamos aquellas melodías de ritmo
lento que bailábamos con nuestras novias adolescentes, unidas a unas
maravillosas primeras y únicas sensaciones; hoy oímos la melodía y nos produce
nostalgia.
Nunca he sido entendido en música, ya que no tuve ocasión de
educarme en esa materia. Lo que más envidiaba de los niños de buena posición,
era que tuvieran un tocadiscos en un sitio donde pudiesen escuchar discos
cómodamente y, sobre todo, el que dispusieran de una estantería llena de
libros. Yo, de mis ahorros, me iba comprando libros, en general de autores
clásicos en ediciones modestas, que me hacían pasar momentos muy gratificantes
en mi adolescencia y juventud.
Como decía, la música, o mejor dicho determinadas melodías,
acompañaron las vivencias de cada época, unas por ser las melodías dominantes,
y otras porque fueron el marco sonoro donde tuvimos determinadas vivencias que
impactaron en nosotros; algunas reunían ambos requisitos.
Siempre me ha gustado la música de banda, cuando la oigo me
produce un sentimiento de nostalgia que me recuerda tiempos pasados. La música
de banda la asocio a los “conciertos” en la Plaza Nueva o en el
Prado los domingos al mediodía, a los bailables por las noches en la misma
plaza, a las fiestas de Santa Ana, a las procesiones y, en mi primera infancia
a mi estancia en Los Fayos.
De mi adolescencia recuerdo con ternura la música de Pérez
Prado, de José Guardiola, del Dúo Dinámico. Son melodías que van unidas a las
primeras sensaciones afectivas con el sexo opuesto.
En fiestas alquilábamos un local que adecentábamos lo mejor
posible, en el que teníamos bebidas y un tocadiscos con música donde llevábamos
a bailar a las chicas que empezábamos a frecuentar. Los amores de adolescente
los viví con una sensación permanente entre el gozo y el dolor, supongo que nada
sano para establecer una relación, pero pienso que es algo propio de la edad;
el enamoramiento era sublime, una mirada sostenida me hacía gozar de las
sensaciones más maravillosas, y un gesto desdeñoso o un adiós indiferente me
sumía en la infelicidad más absoluta. Aquellas relaciones estuvieron siempre
sometidas a la severa educación religiosa que recibíamos en el colegio; para
nuestros educadores todo era pecaminoso, y andábamos siempre debatiéndonos
entre el pecado con ponzoñosas culpas y arrebatados arrepentimientos. Hoy en la
distancia recuerdo aquellos “pecadillos” y culpas y no puedo menos que sonreír
con cierta tristeza, pues los rígidos códigos morales nos impidieron establecer
con naturalidad relaciones con el sexo opuesto.
Con aquella música sentí por primera vez próximo un cuerpo
femenino, con aquella música experimenté por primera vez el sentir junto a mí a
la chica de la que entonces estaba profundamente enamorado, sensación que por
sublime, no se iba a parecer a ninguna otra. Hoy, cuando escucho una de
aquellas melodías, sin necesidad de escarbar en los recuerdos, siento una
sensación agridulce.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro "Arraigos, melindres y acedías". Edit: Trabe
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