viernes, 18 de diciembre de 2015

SIMBOLISMO DE UNA FLOR.

SIMBOLISMO DE UNA FLOR

Ángel Cornago Sánchez

Hay una flor blanca y dorada en el sendero de la esquina del jardín, que en los atardeceres de otoño cuando, cansado y sediento de paz después del trabajo diario, voy a refugiar mis frustraciones, esperanzas y quimeras al pie de los viejos olmos de la vega del río, siempre me la tropiezo e incluso a veces he estado a punto de pisarla. Es una margarita de pequeños y amarillos pétalos, encarcelada entre la grava del camino, náufraga en un mar de pequeños cantos rodados.
La otra tarde, al pasar, una pequeña abeja parda y gris estaba libando su néctar y, por unos pasos, me salí del sendero para no interrumpir su aceptada e íntima relación. Estaba más bella que de costumbre y unas pequeñas gotas plateadas descansaban en sus pétalos, restos de la lluvia que había caído unas horas antes.
Con frecuencia era tema de mi meditación, el averiguar cómo ese diminuto, aislado y bello ser, conseguía sobrevivir en una zona de paso obligado para muchos vecinos del pueblo, y el porqué no sucumbía bajo las pisadas de los caminantes. Cada día, cuando llegaba al recodo del camino desde donde se divisaba, estiraba el cuello y forzaba la vista con temor, pero con la esperanza de que allí siguiera.
Ayer vinieron personajes de moda de la ciudad a inaugurar la escuela del pueblo.
Esta tarde, en mi caminar diario, al torcer el sendero no he divisado la pequeña mancha blanca y dorada sobre el pedral del camino. Al acercarme he encontrado algunas piedrecillas manchadas de sangre verde y amarilla. He sentido tristeza y profunda amargura...
Hoy mi descanso al pie de los viejos olmos ha sido agrio y negro.
Espero que en la próxima primavera vuelva a brotar de nuevo la bella flor, tal vez reforzada por otras compañeras, para así hacer valer más su presencia.

Ángel Cornago Sánchez

De mi libro, "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe.


sábado, 12 de diciembre de 2015

LA BICI, LA MUCHACHA Y LOS MELOCOTONES.

La bici.


Entonces, a diferencia de hoy, hacíamos la vida en la calle. Cuando llegábamos de la escuela, con el tiempo justo de coger el bocadillo de la merienda, bajábamos a la calle a reunirnos con nuestros amigos. La calle era entonces un lugar habitable; los dueños  éramos los peatones y en especial los niños que poblábamos las calles y plazas, de tal forma que, los conductores de los pocos vehículos motorizados que pasaban sabían que la responsabilidad era fundamentalmente de ellos, porque transitaban por una zona en que el extraño era la máquina de motor. El único artilugio que entrañaba algún riesgo eran las bicicletas que empezaban a abundar y había, como siempre, insensatos que se lanzaban a toda velocidad. La gente tampoco estaba acostumbrada a cruzar la calle con cuidado seguros como estaban de que no podía aparecer ningún vehículo agresor, así que empezó a haber algún accidente.
Un día cuando era ya muchacho sufrí un pequeño percance cuando iba con la primera y única bici que tuve, que hacía poco mi padre me había comprado de segunda mano; por una parte, al parecer no debía de ser muy ducho en el manejo, y por otra, probablemente estaba fascinado por la sensación agradable que me producía lanzarme cuesta abajo a toda velocidad desde la plaza San Jaime por la calle Verjas hasta el Puente de Hierro. Estaba haciendo una de estas bajadas que había repetido varias veces, cuando de forma inesperada, de una calle transversal, la llamada todavía Horno de La Higuera, salió una chica con un cesto lleno de melocotones; cuando me vio llegar se quedó espantada en medio de la calzada sin decidirse a apartarse a un lado ni al otro; frené en seco pero la bici derrapó, y no pude evitar que la rueda quedara entre sus piernas, tirarle todos los melocotones que con la inercia bajaron rodando calle abajo, y en nada estuvo en que no caímos ambos al suelo. Aunque no le sucedió nada, el cabreo que cogió fue monumental,  yo creo que más que por el susto y por los melocotones que me apresuré a recoger, porque en aquella época nadie le podía meter nada entre las piernas a una chica que se preciara, aunque fuese la rueda de una bicicleta de forma accidental. Durante una temporada, cuando la encontraba, me miraba como si fuera un lascivo; más tarde con los años su mirada cambió e incluso a veces me sonreía de una forma que yo, en mis fantasías, interpretaba como que no le importaría sentirse de nuevo atropellada; pero nunca me atreví a acercarme a ella, con el día de los melocotones tuve bastante.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro: “Arraigos, melindres y acedías”. Edit. Trabe.
Fografías de Enrique Muñoz Bordonaba