La bici.
Entonces, a diferencia de hoy, hacíamos la vida en la calle.
Cuando llegábamos de la escuela, con el tiempo justo de coger el bocadillo de
la merienda, bajábamos a la calle a reunirnos con nuestros amigos. La calle era
entonces un lugar habitable; los dueños
éramos los peatones y en especial los niños que poblábamos las calles y
plazas, de tal forma que, los conductores de los pocos vehículos motorizados
que pasaban sabían que la responsabilidad era fundamentalmente de ellos, porque
transitaban por una zona en que el extraño era la máquina de motor. El único
artilugio que entrañaba algún riesgo eran las bicicletas que empezaban a
abundar y había, como siempre, insensatos que se lanzaban a toda velocidad. La
gente tampoco estaba acostumbrada a cruzar la calle con cuidado seguros como
estaban de que no podía aparecer ningún vehículo agresor, así que empezó a
haber algún accidente.
Un día cuando era ya muchacho sufrí un pequeño percance
cuando iba con la primera y única bici que tuve, que hacía poco mi padre me
había comprado de segunda mano; por una parte, al parecer no debía de ser muy
ducho en el manejo, y por otra, probablemente estaba fascinado por la sensación
agradable que me producía lanzarme cuesta abajo a toda velocidad desde la plaza
San Jaime por la calle Verjas hasta el Puente de Hierro. Estaba haciendo una de
estas bajadas que había repetido varias veces, cuando de forma inesperada, de
una calle transversal, la llamada todavía Horno de La Higuera, salió una chica
con un cesto lleno de melocotones; cuando me vio llegar se quedó espantada en
medio de la calzada sin decidirse a apartarse a un lado ni al otro; frené en
seco pero la bici derrapó, y no pude evitar que la rueda quedara entre sus
piernas, tirarle todos los melocotones que con la inercia bajaron rodando calle
abajo, y en nada estuvo en que no caímos ambos al suelo. Aunque no le sucedió
nada, el cabreo que cogió fue monumental,
yo creo que más que por el susto y por los melocotones que me apresuré a
recoger, porque en aquella época nadie le podía meter nada entre las piernas a
una chica que se preciara, aunque fuese la rueda de una bicicleta de forma
accidental. Durante una temporada, cuando la encontraba, me miraba como si
fuera un lascivo; más tarde con los años su mirada cambió e incluso a veces me
sonreía de una forma que yo, en mis fantasías, interpretaba como que no le
importaría sentirse de nuevo atropellada; pero nunca me atreví a acercarme a
ella, con el día de los melocotones tuve bastante.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro: “Arraigos, melindres y acedías”. Edit. Trabe.
Fografías de Enrique Muñoz Bordonaba
Fografías de Enrique Muñoz Bordonaba
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