SIMBOLISMO DE UNA FLOR
Ángel Cornago Sánchez
Hay una flor blanca y dorada en el sendero de la esquina del jardín, que en los atardeceres de otoño cuando, cansado y sediento de paz después del trabajo diario, voy a refugiar mis frustraciones, esperanzas y quimeras al pie de los viejos olmos de la vega del río, siempre me la tropiezo e incluso a veces he estado a punto de pisarla. Es una margarita de pequeños y amarillos pétalos, encarcelada entre la grava del camino, náufraga en un mar de pequeños cantos rodados.
La otra tarde, al pasar, una pequeña abeja parda y gris estaba libando su néctar y, por unos pasos, me salí del sendero para no interrumpir su aceptada e íntima relación. Estaba más bella que de costumbre y unas pequeñas gotas plateadas descansaban en sus pétalos, restos de la lluvia que había caído unas horas antes.
Con frecuencia era tema de mi meditación, el averiguar cómo ese diminuto, aislado y bello ser, conseguía sobrevivir en una zona de paso obligado para muchos vecinos del pueblo, y el porqué no sucumbía bajo las pisadas de los caminantes. Cada día, cuando llegaba al recodo del camino desde donde se divisaba, estiraba el cuello y forzaba la vista con temor, pero con la esperanza de que allí siguiera.
Ayer vinieron personajes de moda de la ciudad a inaugurar la escuela del pueblo.
Esta tarde, en mi caminar diario, al torcer el sendero no he divisado la pequeña mancha blanca y dorada sobre el pedral del camino. Al acercarme he encontrado algunas piedrecillas manchadas de sangre verde y amarilla. He sentido tristeza y profunda amargura...
Hoy mi descanso al pie de los viejos olmos ha sido agrio y negro.
Espero que en la próxima primavera vuelva a brotar de nuevo la bella flor, tal vez reforzada por otras compañeras, para así hacer valer más su presencia.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro, "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe.
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