“Peregrino”
Las imágenes visuales que evocamos con más facilidad son las
caras de familiares directos con los que hemos tenido relación especial y ya
han desaparecido o están lejos; para mí,
por ejemplo, las caras de mis abuelos de Los Fayos; la de mi abuela con
su piel arrugada pero fina como el terciopelo, pálida y sonrosada; su pelo
blanco recogido en moño, su pequeña estatura, sus manos deformadas por el
reuma, su rostro amable y cariñoso con ojos azules y vivos. Mi abuelo alto,
delgado, pelo ralo, cano, ojos azules y claros, piel arrugada, brazos y manos
grandes y toscas, piernas torpes, todo él emanando sencillez, bondad y cariño.
Mi abuelo, para las labores del campo tenía un burro que
llamaba “Peregrino”; del nombre no sé el origen ni el
motivo. “Peregrino” era un burro de tamaño medio, no tenía la contundencia y
estatura de un jumento de postín, pero tampoco era como esos pollinos enanos y
paticortos en los que cuando sus amos van montados arrastran las alpargatas por
el suelo; de color gris, una raya negra recorría todo el espinazo hasta el rabo
y remarcaba los bordes de sus orejas. Era, como todos los burros, obstinado,
terco, reservón, y resignado en un momento dado. Cuando de niño iba a casa de
mis abuelos, casi antes de verles a ellos entraba a la cuadra a ver a
Peregrino, me sentaba encima de un saco de paja, y allí pasaba un rato
observándolo. Sentía un profundo cariño por aquel animal, a pesar de que alguna
vez me jugó alguna mala pasada.

De madrugada, muchos días mi abuelo y yo íbamos al campo; nos
montábamos en el burro que ya se sabía, por la costumbre, todas las huertas
donde solíamos ir a trabajar; cuando pasábamos por la más cercana al pueblo,
obstinado, trataba de meterse en ella, y así sucesivamente hasta que
enfilábamos el camino de la que estaba a hora y media de camino, que llamábamos
“el río de la casa”; entonces, el burro, disminuía el paso con nosotros a su
lomo, empezaba a sacudir la cabeza y las orejas y, con paso cansino, como
resignado y deprimido, tomaba el camino que irremediablemente le iba a suponer
un esfuerzo considerable. Había una chopera junto al río que atravesábamos poco
antes de llegar, y el burro, rencoroso, se acercaba todo lo que podía a los
viejos troncos con intención de rozar
nuestras piernas contra ellos y descabalgarnos.
Hace poco tiempo estuve con un vecino de Vozmediano al que mi
abuelo se lo vendió cuando ya no podía dominarlo; con este hombre trabajó
durante años y, cuando era ya muy viejo, se lo vendió a un gitano. Pobre suerte
la de estos animales que van de mano en mano dependiendo de su rentabilidad, y
quien sabe si desgarrando sus sentimientos.
Ángel Cornago Sánchez
De "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Libre