lunes, 27 de junio de 2016

DUDAR. EJERCICIO DE MADUREZ

Duda.

 Según el diccionario de la Real Academia, duda es la indeterminación entre dos o más juicios o decisiones. El concepto de duda entraña tener que elegir entre varias opciones, ya sean ideas, personas, cosas, actos o actitudes. Aunque me he referido a dos o más alternativas, esta situación cobra todo su significado cuando se reducen a dos, es como si el acto decisorio nos pusiera entre la espada y la pared.
El hecho de dudar, llevado al extremo, supone dejar la mente suspendida sin el basamento sólido de la certidumbre; es como sentir el cosquilleo desagradable de la velocidad, la inestabilidad del vértigo, el miedo a lo desconocido; supone en definitiva sensación de inseguridad, desasosiego y ansiedad.
La duda puede durar desde unos segundos, hasta toda la vida. Toda primera acción o la introspección de un concepto requiere pasar por el tamiz de la duda, al menos durante unos segundos, el tiempo necesario para decidir si nos lanzamos o no a ejecutarla, o a reflexionar antes de asumir la idea en cuestión. Esta situación no puede durar mucho, pues genera ansiedad de forma progresiva y llegaría un momento en que no podríamos tolerarla. Exige, en un tiempo prudencial, resolverla o almacenarla como “duda”, sin estar debatiéndola de forma continua, aunque hay que revisarla de vez en cuando.
En la praxis, la duda tiene el límite del momento de iniciar la acción, y no siempre nos permite la indeterminación o manifestarla como duda. Hay casos en que tenemos que tomar decisiones, aun sin estar plenamente convencidos. En estas circunstancias hay que asumirlas, aun en el caso de que resulten erróneas.
No todas las personas aceptan la duda; existen individuos que dan la impresión de tenerlo todo claro, no se les ve nunca dudar, actúan de forma compulsiva, incluso con agresividad si piensan que los demás perciben sus dudas. Son personas que no pueden tolerar la ansiedad que se produce en los momentos de indecisión, y esa misma intolerancia, como la pescadilla que se muerde la cola, les lleva a crear cada vez más ansiedad; necesitan en todo momento pisar firme; el flotar les produce un vértigo que no pueden tolerar.
Existen asimismo personas que se debaten en una permanente duda, con miedo continuo a equivocarse o a tomar partido; sólo se sienten seguros en su reducido y frágil territorio; se colocan siempre en el borde de la tapia; necesitan ser aceptados por todos y a todos intentan contentar. No se puede contar con ellos para ningún cometido que requiera cierto compromiso o riesgo.
La sociedad  valora la duda  de forma negativa, necesita que sus ídolos sociales, sus líderes, se muestren firmes, seguros, omnipotentes, poco humanos, casi dioses, para sentirse protegidos, para que esa seguridad se proyecte sobre ellos; es un fenómeno social que ha permitido que determinados líderes hayan sido capaces de inducir a las masas a realizar verdaderas atrocidades, fundándose exclusivamente en su carisma; una de las características del carisma es la sensación que emana del líder de todopoderoso, de seguridad, en definitiva de no dudar.
La carencia de dudas es también propia de personas primitivas y poco inteligentes; las pocas verdades y los códigos que utilizan son los que les enseñaron, nunca los han elaborado ni los han puesto en tela de juicio, y todo lo resuelven con esas elementales reglas.

El dudar, reflexionar y resolver, es un ejercicio intelectual que mejora nuestra capacidad de discernir, nos reafirma en nuestra condición de seres humanos limitados y, al mismo tiempo, capaces de grandes logros. En definitiva, la madurez, el ir madurando, pues el proceso no se acaba nunca, está jalonado de un rosario de dudas y reflexiones que, bien llevadas, nos conducen de forma progresiva a sentir esa sensación interior mezcla de humildad y de profunda sabiduría, que nos puede llevar por el camino de cierta plenitud. 

Ángel Cornago Sánchez. De mi libro "Arraigos, melindres y acedías" Eds. Trabe.

miércoles, 22 de junio de 2016

EN EL CAMINO POR LA VIDA, NADA HAY PURO COMO LA NIEVE (Reflexión)

Nada hay puro como la nieve.

Ángel Cornago Sánchez

No me gusta el mar cuando me abraza, cuando formo parte de su paisaje, ya sea nadando (es un decir), en una barquichuela o, aunque sea en un gran trasatlántico. Creo que en mis anteriores reencarnaciones y en la cadena de la evolución, nunca fui pez; tal vez pájaro, aunque también siento vértigo en los pisos altos y, en los aviones, me agarro a los asientos en una actitud irracional e idiota.

Seguramente, antes fui gusano. Me gustan los espacios reducidos, con muchos pies en el suelo, incluso con las manos. Me siento cobijado y absorto por sensaciones sublimes de felicidad, cuando estoy en una de esas pequeñas casetas en el monte en medio de una tormenta. En esos momentos, entiendo mi pequeñez, mi intimidad.

Me gusta el calor, aunque sea intenso; me siento reforzado en energía. El frío helador me produce desolación, pero también impulsa mi fortaleza; el viento huracanado expectación indolente; con la lluvia persistente siento cierta tristeza sin visos de futuro. La nieve me inspira pureza, pero una pureza que no comprendo, porque no existe; me gusta contemplarla ensimismado.

Los grandes espacios me apartan de mi mundo. Los espacios reducidos, por arcaicos y humildes que sean, me producen regusto en mi individualidad, aunque fuera el mundo se derrumbe. El fuego, una llama encendida en el suelo o en un hogar, además de calor, me provoca bienestar y sensación de seguridad.

En el lujo me siento intruso, incómodo y zarrapastroso, aunque tampoco soporto a los que por su clase social o por sus puestos de relumbrón me miran por encima del hombro, algo que sufrí con frecuencia cuando era niño. Hay mucho imbécil de cuna, y muchos entre los que renuncian a sus orígenes. Me siento cómodo en la clase social en la que nací, con mi gente de siempre.

No sé nadar, ni volar; tampoco levitar. Prefiero pasar desapercibido cuando no tengo nada importante que decir. A veces siento el impulso, el deber de hablar y, tal vez con compulsión hiero en el tono, y digo lo que pienso como un imperativo e ineludible deber. A veces me traiciono y me callo y, luego, me siento mal o me pongo excusas en las que no creo.

Me hastían los voceros de turno de tal o cual partido político, faltándonos al respeto; nos tratan como a ineptos lanzándonos consignas, frases, palabras, slogans, como si fueran marcas de detergentes, para que compremos su producto, en vez de explicarnos clara, seria y honradamente sus ideas y proyectos. Sus puestas en escena, sus gestos, sus poses, ofenden a la inteligencia.

 Hay muchos imbéciles aupados a los púlpitos de poder, y de podercitos, que se sienten ungidos y con derecho a impartir magisterio sobre los más diversos temas, aunque sean frívolos e incluso analfabetos funcionales. Su mérito: estar en “la pomada”, “el destino”, o más bien su “baboseo” con los diversos mandamases.

Todavía me parece más grave y despreciable la actitud de los intelectuales vendidos, domesticados, o los que con la habilidad del camaleón se adaptan a todas las circunstancias de los poderes de turno por muy divergentes que sean, para seguir parasitando en pos de sus intereses. En ocasiones, además de mediocres, son miserables.

Por eso, como he dicho, no sé nadar, volar, ni levitar; intento andar por el suelo, por la tierra, descalzo para percibir sus latidos, y marchar siempre recto si es posible, para jalonar mi vida de cordura y honradez, aunque, es difícil, porque nada hay puro como la nieve.

Ángel Cornago Sánchez. Derechos reservados.


sábado, 18 de junio de 2016

JUBILACIÓN Y CRISIS DE PAREJA

JUBILACIÓN Y CRISIS DE PAREJA

                Ángel CORNAGO SÁNCHEZ

La jubilación es un momento especial en la vida personal, pero también en la vida de pareja como tal. Por una parte, supone un cambio sustancial del ritmo de vida de cada uno de los miembros que, puede provocar vivencias psicológicas dispares, desde sensación de libertad y de tener tiempo, por fin, para dedicarse a esas aficiones que se han tenido abandonadas durante tantos años; en tal caso produce liberación y comienzo de una vida que puede ser muy gratificante. O si no se tienen aficiones, proyectos, o formas de darle sentido a la vida, son unos años que se pueden vivir con aburrimiento, hastío, y la creencia de que ya no se sirve para nada. Por supuesto hay vivencias mixtas.
Para las personas que tienen pareja, es una prueba de fuego. Si los dos están jubilados, van a pasar de tener cada uno su “parcela” de vida individual, de trabajo, de compañeros, de tiempo gestionado de forma personal, de diferentes encuadres, relaciones, intereses, preocupaciones, etc., a compartir casi todas las horas del día y de la noche, renunciando a esa vida independiente que cada uno disfrutaba. Si la relación es excelente, no van a surgir problemas especiales. Pero…, relaciones excelentes hay pocas. En muchos casos se van a descompensar las que estaban más o menos en equilibrio inestable, que son muchas, por ese compartir tanto tiempo, y la carencia del que anteriormente utilizaban individualmente.
Vivir en pareja no quiere decir que las aficiones, las opiniones, las ideas etc., sean comunes; ese aforismo de que “dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición”, es una falacia, habrá algunos casos, y desde luego no es positivo para el proyecto de cada cual. Es fundamental, como durante toda la vida, para ambos miembros, guardar su individualidad, y que esta sea respetada por el otro. En mi opinión, es la mejor de forma de vivir en pareja de forma digna.
La relación de pareja en la jubilación, como he dicho, sufre una prueba de fuego, aunque no suele tener consecuencias mayores, porque la mayoría de hombres y mujeres se resignan, sabiendo que la “suerte está echada”, y que la alternativa a esa edad de vivir solos, o buscar otra pareja es complicada y poco sugerente, por lo que habitualmente se opta por resignarse. Hay casos en que en un arranque de coraje y dignidad deciden separarse, con la convicción de que es algo que debían haber hecho hace muchos años; aunque no es frecuente.
En todo momento, en pareja, es importante tener la sensación de que se convive con alguien que te quiere, que se preocupa por ti, que te es leal, fiel, y no me refiero a la fidelidad en el aspecto físico, creo que hay frecuentes infidelidades entre las parejas que no son físicas, no se les da demasiada importancia y que son tan graves o más, como son la deslealtad en los apoyos psicológicos, o en las carencias, en las confidencias que a veces se utilizan como agresión en momentos de tensión, en intentar hacer daño en los desencuentros sin reparar en medios…etc. Estos mecanismos perversos de relación no son extraños y se recrudecen en los momentos de crisis.

La vida de pareja siempre es difícil y tiene sus momentos críticos, uno de ellos es el de la jubilación. A esa edad, es lógico que se hayan ya producido los ajustes, y que incluso la necesidad del otro miembro sea más intensa que en épocas anteriores. La pareja vivida de forma madura, respetándose la individualidad de cada cual, es una garantía para la vida en los últimos años.
Ángel Cornago Sánchez. Derechos reservados.

viernes, 17 de junio de 2016




    ILUSIÓN
    Figura estilizada
    esculpida en el viento y en la nada.
    Imagen deslumbrante...
    reina de mi imaginación y mi zozobra.
    Siento esperanza y gozo
    cuando te siento conmigo compañera.
    Cuando desapareces,
    quedo indefenso, embriagado de frío,
    soledad, tristeza y hambre de ti.

    Ángel Cornago Sánchez.

    De mi poemario "El mundo en el que habito". Eds. Trabe.

      


viernes, 10 de junio de 2016

PRÍNCIPES Y PRINCESAS. CAMBIAR DE CLASE.

Príncipes y princesas

Hace muchos años, íbamos a celebrar una cena los compañeros de trabajo y, una de las chicas nos preguntó: ¿vais a traer a las princesas? En un primer momento los que allí estábamos nos quedamos un tanto extrañados; ella, al ver nuestras caras de extrañeza aclaró: “sí hombre, a vuestras mujeres”. Me hizo gracia la expresión y, sabiendo la forma de ser de aquella joven chica, capté perfectamente lo que quería decir. Ella estaba lejos de lo que representaban las mujeres de muchos de los que allí estábamos, en general mujeres condicionadas por un estatus social determinado, mediatizadas por el vestir y el enjoyarse de determinada manera, en general petulantes, vacías y afectadas; desde entonces, de vez en cuando, suelo utilizar esa palabra porque creo que define con bastante exactitud cierto tipo de mujer que en una determinada época abundó, en general como consorte, y yo diría que todavía se ve aunque con menor frecuencia. A los hombres nos tocó hacer otro papel imbécil, el de supermanes, machitos, y también principitos, pero ese es otro tema.
En tiempos de la dictadura las “princesitas” eran las niñas de papá, hijas de familias pudientes, o de pudientes venidas a menos pero que trataban de conservar a toda costa su estatus social. Se relacionaban entre ellas y se las distinguía fácilmente por su forma de vestir. Entonces las diferencias eran mucho más llamativas que las de hoy y, la ropa de calidad, sólo se la podían permitir las familias acomodadas; el resto si teníamos algo que estrenar lo hacíamos en días señalados. Heredábamos ropa de padres y hermanos, y nuestras madres eran verdaderas artesanas en el arte de zurcir pantalones, y sobre todo calcetines con aquel huevo de madera que con frecuencia servía de  objeto de nuestros juegos.
Aquellas niñas de mi infancia me parecían fascinantes, con sus caras lustrosas, siempre bien peinadas, sus trajes y zapatos a juego, sus lazos en la cintura y en las trenzas, su perfume, sus ostentosos juguetes. Creo que aquello me marcó desde muy niño y me dejó claro la clase social a la que pertenecía, a la que nunca he querido renunciar y en la que me siento  cómodo. Me fascinaban en aquella edad por lo que tenían de belleza y, sobre todo, por el aspecto de limpieza que transmitían. En mi casa no hubo bañera ni ducha hasta que fui muy mayor, creo que hasta bien entrada la adolescencia, y el aseo, que era semanal, lo hacía en invierno en un balde con agua que había calentado mi madre, y en verano bañándome en el Ebro.
 Muchas de estas chicas, conforme crecieron, se fueron reconvirtiendo, y, a pesar de sus familias, tomaron una actitud normal; otras quedaron en ese limbo de supuesto privilegio e idiocia para siempre; fueron las princesas adultas, madres a su vez de futuras princesitas.
Pero llegó la democracia y subieron al poder los partidos democráticos, y  aparecieron de repente para mí de forma sorpresiva, una nueva cohorte de princesas y príncipes relacionados con el poder de turno. En general, ellas eran princesas consortes de sus más o menos influyentes maridos, aunque también había alguna protagonista que levitaba sola. Empezaron a pulular por la ciudad, generalmente en grupo, y a ocupar los mismos lugares, los mismos restaurantes, las mismas zonas de privilegio que habían ocupado los que antes ellos llamaban, con razón, reaccionarios. Era todo un espectáculo verlos dando la sensación de que habían superado muchas barreras, enseñarse, pavonearse en los lugares de moda y, relacionarse, además, con los reaccionarios y con los ricos de toda la vida, o con los nuevos ricos.
Realmente fue un espectáculo bochornoso que nos enseñó, nos hizo reflexionar y, por lo menos a mí llegar a la conclusión, de que las siglas de los partidos sirven de muy poco de cara a enjuiciar a las personas; que lo importante es valorarlas individualmente sin ideas preconcebidas, y que a veces, detrás de los partidos se esconden, con frecuencia, cuadrillas de necios, e incluso de desalmados, que cuando llegan al poder se creen con derecho a todo y muestran su verdadera catadura moral. Se suele decir que para valorar a una persona y ver de lo que realmente es capaz, hay que hacerlo cuando ostenta poder. También se suele decir que todo se acaba y que el tiempo coloca a cada cual en su lugar; esto no es del todo cierto, pero con frecuencia es así.
Estos son los príncipes y princesas a los que me refiero en estas líneas,  los necios y las necias que se creen importantes porque tienen dinero o poder; los que piensan que el mundo es de ellos escondidos detrás de las siglas de los partidos; los que se creen con derecho a todo por su posición; los que necesitan a los demás sólo para ser punto de referencia de su singularidad y de su importancia; los que entienden de caridad pero no de justicia social, o los que dicen que entienden de justicia social y en su nombre son capaces de las mayores bellaquerías.

 Angel Cornago Sánchez
De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe.

viernes, 3 de junio de 2016

LA PUERTA DEL JUCIO DE LA CATEDRAL DE TUDELA. RELATO



La puerta del Juicio

Es la puerta principal de la catedral, a veinte metros de la que fue mi casa  (nací en la calle de dicho nombre), fue el escenario de mis primeros juegos. La catedral, junto con la Plaza de San Jaime y la Plaza Vieja, forman parte de mi primer universo infantil, pero tal vez es la catedral el edificio que más fascinación me ha causado siempre; aun sin llegar a comprender del todo la dificultad y grandeza de su construcción y de sus figuras esculpidas, lo he sentido como algo lleno de calor humano; me pasa con todas las actividades que los hombres y las mujeres han realizado con sus manos, a puro de habilidad y de tiempo, como si me sintiera partícipe de las vivencias de aquellas personas que, para ejecutar sus obras, han tenido que utilizar unas capacidades especiales fuera de lo común, en las que el empleo de la habilidad, del tiempo y la concentración, han jugado un papel primordial.
A la Catedral siempre la asocio con el frío. Fría era piedra de los basales y de los fustes de las columnas de la puerta del Juicio, fría la piedra y, generalmente, el agua bendecida que contenía la pila que hay frente de las puertas en las que nos santiguábamos al entrar y salir del templo; fríos los barrotes de bronce de la reja de la capilla de Santa Ana, y frío agradable el que experimentábamos al entrar en verano desde la sofoquina de la calle.
Para los que nacimos en el barrio de San Jaime, la catedral siempre fue el centro de nuestras correrías; con su gran perímetro, las calles que la circundan servían como circuito de carreras; sus varias puertas las utilizábamos como pasadizo para acortar la distancia entre una calle y otra; a veces, incluso, era el lugar de juegos. Recuerdo una vez que varios amigos después de confesarnos, cosa que solíamos hacer todos los sábados, estuvimos bromeando y corriendo por las naves de la catedral; antes de ir a casa se nos planteó la duda de que con aquellas correrías habíamos faltado al respeto a la casa de Dios y que, seguramente, estábamos de nuevo en pecado mortal; ni cortos ni perezoso volvimos a confesarnos con el mismo cura diciendo, como solía hacerse, el tiempo que hacía desde la última confesión, que en aquella ocasión hacía “un rato”; fue la palabra que utilicé. Solo recuerdo que el cura nos puso tres rosarios de penitencia, supongo que como a los grandes pecadores. Nunca me volvieron a poner una penitencia similar y nunca volví a tener un arrepentimiento con tanta premura, dejé mejor que los pecados y la contrición reposaran más tiempo, ya que los impulsos del remordimiento me habían traído en aquella ocasión malas consecuencias.

Esta maravillosa obra hecha en piedra, y tal vez poco conocida, ha sido mi referencia, por su belleza y por estar unida a mi vida hasta la adolescencia.

Ángel Cornago Sánchez
De mi libro, "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe.
Fografías de Jesús Marquina