Nada hay puro como la nieve.
Ángel Cornago Sánchez
No me gusta el mar cuando me abraza, cuando formo parte de su paisaje, ya
sea nadando (es un decir), en una barquichuela o, aunque sea en un gran
trasatlántico. Creo que en mis anteriores reencarnaciones y en la cadena de la
evolución, nunca fui pez; tal vez pájaro, aunque también siento vértigo en los
pisos altos y, en los aviones, me agarro a los asientos en una actitud irracional
e idiota.
Seguramente, antes fui gusano. Me gustan los espacios reducidos, con
muchos pies en el suelo, incluso con las manos. Me siento cobijado y absorto por
sensaciones sublimes de felicidad, cuando estoy en una de esas pequeñas casetas
en el monte en medio de una tormenta. En esos momentos, entiendo mi pequeñez,
mi intimidad.
Me gusta el calor, aunque sea intenso; me siento reforzado en energía. El
frío helador me produce desolación, pero también impulsa mi fortaleza; el
viento huracanado expectación indolente; con la lluvia persistente siento cierta
tristeza sin visos de futuro. La nieve me inspira pureza, pero una pureza que
no comprendo, porque no existe; me gusta contemplarla ensimismado.
Los grandes espacios me apartan de mi mundo. Los espacios reducidos, por
arcaicos y humildes que sean, me producen regusto en mi individualidad, aunque
fuera el mundo se derrumbe. El fuego, una llama encendida en el suelo o en un
hogar, además de calor, me provoca bienestar y sensación de seguridad.
En el lujo me siento intruso, incómodo y zarrapastroso, aunque tampoco
soporto a los que por su clase social o por sus puestos de relumbrón me miran
por encima del hombro, algo que sufrí con frecuencia cuando era niño. Hay mucho
imbécil de cuna, y muchos entre los que renuncian a sus orígenes. Me siento
cómodo en la clase social en la que nací, con mi gente de siempre.
No sé nadar, ni volar; tampoco levitar. Prefiero pasar desapercibido
cuando no tengo nada importante que decir. A veces siento el impulso, el deber
de hablar y, tal vez con compulsión hiero en el tono, y digo lo que pienso como
un imperativo e ineludible deber. A veces me traiciono y me callo y, luego, me
siento mal o me pongo excusas en las que no creo.
Me hastían los voceros de turno de tal o cual partido político,
faltándonos al respeto; nos tratan como a ineptos lanzándonos consignas,
frases, palabras, slogans, como si fueran marcas de detergentes, para que
compremos su producto, en vez de explicarnos clara, seria y honradamente sus
ideas y proyectos. Sus puestas en escena, sus gestos, sus poses, ofenden a la
inteligencia.
Hay muchos imbéciles aupados a los
púlpitos de poder, y de podercitos, que se sienten ungidos y con derecho a
impartir magisterio sobre los más diversos temas, aunque sean frívolos e
incluso analfabetos funcionales. Su mérito: estar en “la pomada”, “el destino”,
o más bien su “baboseo” con los diversos mandamases.
Todavía me parece más grave y despreciable la actitud de los
intelectuales vendidos, domesticados, o los que con la habilidad del camaleón
se adaptan a todas las circunstancias de los poderes de turno por muy
divergentes que sean, para seguir parasitando en pos de sus intereses. En
ocasiones, además de mediocres, son miserables.
Por eso, como he dicho, no sé nadar, volar, ni levitar; intento andar por
el suelo, por la tierra, descalzo para percibir sus latidos, y marchar siempre
recto si es posible, para jalonar mi vida de cordura y honradez, aunque, es
difícil, porque nada hay puro como la nieve.
Ángel Cornago Sánchez. Derechos reservados.
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