La puerta del Juicio
Es la puerta principal de
la catedral, a veinte metros de la que fue mi casa (nací en la calle de dicho nombre), fue el
escenario de mis primeros juegos. La catedral, junto con la Plaza de San Jaime
y la Plaza Vieja, forman parte de mi primer universo infantil, pero tal vez es
la catedral el edificio que más fascinación me ha causado siempre; aun sin
llegar a comprender del todo la dificultad y grandeza de su construcción y de
sus figuras esculpidas, lo he sentido como algo lleno de calor humano; me pasa
con todas las actividades que los hombres y las mujeres han realizado con sus
manos, a puro de habilidad y de tiempo, como si me sintiera partícipe de las
vivencias de aquellas personas que, para ejecutar sus obras, han tenido que utilizar
unas capacidades especiales fuera de lo común, en las que el empleo de la
habilidad, del tiempo y la concentración, han jugado un papel primordial.
A la Catedral siempre la
asocio con el frío. Fría era piedra de los basales y de los fustes de las columnas
de la puerta del Juicio, fría la piedra y, generalmente, el agua bendecida que
contenía la pila que hay frente de las puertas en las que nos santiguábamos al
entrar y salir del templo; fríos los barrotes de bronce de la reja de la
capilla de Santa Ana, y frío agradable el que experimentábamos al entrar en
verano desde la sofoquina de la calle.
Para los que nacimos en
el barrio de San Jaime, la catedral siempre fue el centro de nuestras
correrías; con su gran perímetro, las calles que la circundan servían como
circuito de carreras; sus varias puertas las utilizábamos como pasadizo para
acortar la distancia entre una calle y otra; a veces, incluso, era el lugar de
juegos. Recuerdo una vez que varios amigos después de confesarnos, cosa que
solíamos hacer todos los sábados, estuvimos bromeando y corriendo por las naves
de la catedral; antes de ir a casa se nos planteó la duda de que con aquellas
correrías habíamos faltado al respeto a la casa de Dios y que, seguramente,
estábamos de nuevo en pecado mortal; ni cortos ni perezoso volvimos a
confesarnos con el mismo cura diciendo, como solía hacerse, el tiempo que hacía
desde la última confesión, que en aquella ocasión hacía “un rato”; fue la
palabra que utilicé. Solo recuerdo que el cura nos puso tres rosarios de
penitencia, supongo que como a los grandes pecadores. Nunca me volvieron a poner una penitencia similar y nunca volví a
tener un arrepentimiento con tanta premura, dejé mejor que los pecados y la
contrición reposaran más tiempo, ya que los impulsos del remordimiento me
habían traído en aquella ocasión malas consecuencias.
Esta maravillosa obra hecha en piedra, y tal vez poco
conocida, ha sido mi referencia, por su belleza y por estar unida a mi vida
hasta la adolescencia.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro, "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe.
Fografías de Jesús Marquina
Fografías de Jesús Marquina
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Libre