Príncipes y princesas
Hace muchos años, íbamos a
celebrar una cena los compañeros de trabajo y, una de las chicas nos preguntó:
¿vais a traer a las princesas? En un primer momento los que allí estábamos nos
quedamos un tanto extrañados; ella, al ver nuestras caras de extrañeza aclaró: “sí
hombre, a vuestras mujeres”. Me hizo gracia la expresión y, sabiendo la forma
de ser de aquella joven chica, capté perfectamente lo que quería decir. Ella
estaba lejos de lo que representaban las mujeres de muchos de los que allí estábamos,
en general mujeres condicionadas por un estatus social determinado, mediatizadas
por el vestir y el enjoyarse de determinada manera, en general petulantes,
vacías y afectadas; desde entonces, de vez en cuando, suelo utilizar esa
palabra porque creo que define con bastante exactitud cierto tipo de mujer que
en una determinada época abundó, en general como consorte, y yo diría que
todavía se ve aunque con menor frecuencia. A los hombres nos tocó hacer otro
papel imbécil, el de supermanes, machitos, y también principitos, pero ese es otro tema.
En tiempos de la dictadura las
“princesitas” eran las niñas de papá, hijas de familias pudientes, o de
pudientes venidas a menos pero que trataban de conservar a toda costa su estatus
social. Se relacionaban entre ellas y se las distinguía fácilmente por su forma
de vestir. Entonces las diferencias eran mucho más llamativas que las de hoy y,
la ropa de calidad, sólo se la podían permitir las familias acomodadas; el
resto si teníamos algo que estrenar lo hacíamos en días señalados. Heredábamos
ropa de padres y hermanos, y nuestras madres eran verdaderas artesanas en el
arte de zurcir pantalones, y sobre todo calcetines con aquel huevo de madera
que con frecuencia servía de objeto de
nuestros juegos.
Aquellas niñas de mi infancia
me parecían fascinantes, con sus caras lustrosas, siempre bien peinadas, sus
trajes y zapatos a juego, sus lazos en la cintura y en las trenzas, su perfume,
sus ostentosos juguetes. Creo que aquello me marcó desde muy niño y me dejó
claro la clase social a la que pertenecía, a la que nunca he querido renunciar
y en la que me siento cómodo. Me
fascinaban en aquella edad por lo que tenían de belleza y, sobre todo, por el aspecto de limpieza que transmitían. En mi casa no hubo
bañera ni ducha hasta que fui muy mayor, creo que hasta bien entrada la
adolescencia, y el aseo, que era semanal, lo hacía en invierno en un balde con
agua que había calentado mi madre, y en verano bañándome en el Ebro.
Muchas de estas chicas, conforme crecieron, se
fueron reconvirtiendo, y, a pesar de sus familias, tomaron una actitud normal;
otras quedaron en ese limbo de supuesto privilegio e idiocia para siempre;
fueron las princesas adultas, madres a su vez de futuras princesitas.
Pero llegó la democracia y
subieron al poder los partidos democráticos, y aparecieron de repente para mí de forma sorpresiva, una
nueva cohorte de princesas y príncipes relacionados con el poder de turno. En general, ellas eran princesas
consortes de sus más o menos influyentes maridos, aunque también había alguna
protagonista que levitaba sola. Empezaron a pulular por la ciudad, generalmente
en grupo, y a ocupar los mismos lugares, los mismos restaurantes, las mismas
zonas de privilegio que habían ocupado los que antes ellos llamaban, con razón,
reaccionarios. Era todo un espectáculo verlos dando la sensación de que habían
superado muchas barreras, enseñarse, pavonearse en los lugares de moda y,
relacionarse, además, con los reaccionarios y con los ricos de toda la vida, o
con los nuevos ricos.
Realmente fue un espectáculo
bochornoso que nos enseñó, nos hizo reflexionar y, por lo menos a mí llegar a
la conclusión, de que las siglas de los partidos sirven de muy poco de cara a
enjuiciar a las personas; que lo importante es valorarlas individualmente sin
ideas preconcebidas, y que a veces, detrás de los partidos se esconden, con
frecuencia, cuadrillas de necios, e incluso de desalmados, que cuando llegan al
poder se creen con derecho a todo y muestran su verdadera catadura moral. Se
suele decir que para valorar a una persona y ver de lo que realmente es capaz,
hay que hacerlo cuando ostenta poder. También se suele decir que todo se acaba
y que el tiempo coloca a cada cual en su lugar; esto no es del todo cierto,
pero con frecuencia es así.
Estos son los príncipes y
princesas a los que me refiero en estas líneas,
los necios y las necias que se creen importantes porque tienen dinero o
poder; los que piensan que el mundo es de ellos escondidos detrás de las siglas
de los partidos; los que se creen con derecho a todo por su posición; los que
necesitan a los demás sólo para ser punto de referencia de su singularidad y de
su importancia; los que entienden de caridad pero no de justicia social, o los
que dicen que entienden de justicia social y en su nombre son capaces de las
mayores bellaquerías.
Angel Cornago Sánchez
De mi libro: "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe.
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