La
corrida de toros
Un recuerdo táctil que guardo
y que me es fácil rememorar, es el que experimente una tarde en Fiestas de
Santa Ana cuando era muy joven, casi un adolescente. Salí con mi amigo Julián,
como cada día después de comer, dispuestos a no perdernos ningún
acontecimiento, y aunque no podíamos ir a la corrida de toros porque nuestra
“paga” no nos lo permitía, nos acercamos hasta la plaza para ver el ambiente
previo a la corrida. La gente llegaba risueña, los hombres con los puros
encendidos, las mujeres con los abanicos mariposeando, todos portando las
bolsas con las meriendas y las neveras portátiles con hielo y bebidas. Toreaba
“Chamaco” que era una de las figuras del momento.
El gentío era impresionante y
las colas delante de las puertas de entrada a la plaza, larguísimas. Llegaron
las mulillas y la banda que subía tocando desde la plaza Nueva. Fue entrando el
público, y en la calle quedamos los curiosos que no podíamos entrar, y algunos
vendedores ambulantes. Pronto se oyeron los clarines y los primeros “olés” y,
poco después, la banda comenzó a tocar. La andanada entonces no estaba cubierta
y se veía desde lejos a la gente embebida en la faena. Fuimos dando la vuelta a
la plaza como buscando un resquicio para poder disfrutar de aquel espectáculo
que parecía ser fascinante, a tenor de lo atentos que estaban mirando hacia el
ruedo los espectadores.
En el lateral derecho junto a
los corrales, tres “listos” habían organizado un sistema para ganar dinero
ayudando a colarse en la plaza: uno desde abajo ayudaba al que pretendía ver la
corrida sin pagar, a encaramarse en la tapia que separaba la calle de los
corrales; allí se ponía de pie apoyándose en la pared de la plaza y, una vez
estirado, otros dos mozos desde arriba lo cogían de las manos y lo izaban
dentro de la andanada, todo ello claro está, mediante el pago al que estaba
abajo de la correspondiente cantidad de dinero que no puedo recordar, pero en
todo caso de cierta importancia. Los “olés” arreciaban y sentía una sensación
de frustración por no poder participar de aquel espectáculo.
En un momento en
que el entusiasmo en la plaza rozaba la apoteosis, me hurgué en los bolsillos
y, con las monedas en la mano, me dirigí al mozo que estaba al pie de la tapia
y le ofrecí mi dinero. Le debió de hacer gracia el que un chaval tan joven se
decidiese a trepar de aquella forma y, adelantándome a otros que estaban
esperando, rápidamente cogió las monedas y me aupó sobre la tapia; fue el
momento de no retorno; en un segundo me encontré con los pies sobre la estrecha
tapia, intentando ponerme de pie sobre ella apoyándome con las palmas de las
manos en la pared lisa de la plaza, a un lado el corral de ganado bravo y al
otro la calle. Tenía que actuar con rapidez porque había que dejar libre el
sitio para que trepase otro. Recuerdo perfectamente el tacto de aquella pared,
sin rebordes ni salientes, pero rugosa, lo que me permitía con las palmas de
las manos hacer un buen apoyo para ponerme de pie. Me fui levantando poco a
poco procurando no mirar hacia abajo ni hacia arriba y pegando también la cara
a la pared como otro punto de apoyo; después de unos segundos que me parecieron
interminables, de repente, sentí dos fuertes manos que me agarraban por las
muñecas y de un tirón, en volandas me introdujeron en la andanada de la plaza.
Sentí que había pasado una prueba peligrosa y miré con orgullo a los que
estaban abajo. Cuando conseguí ver el ruedo, el torero paseaba triunfal el
anillo en medio del delirio colectivo; yo también aplaudí con vehemencia
aunque, no sé por qué, pues no había presenciado ninguna fase de la faena, pero
supongo que el estar allá y haber pasado por el trance de la tapia me sentí con
derecho hacerlo.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro “Arraigos, melindres y acedías”. Eds. Trabe
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