La muerte.
Ángel Cornago Sánchez
La humanidad hasta hace unos cien años siempre ha convivido
con la muerte de forma natural. La muerte formaba parte de la vida cotidiana,
siempre estaba presente, pues las personas estaban sometidas a un sinfín de
noxas que en muchas ocasiones eran mortales. Una simple apendicitis, una
neumonía, infecciones, enfermedades o traumatismos hoy banales, podían llevar a
la muerte sin remedio, por eso siempre se tenía presente que la enfermedad y la muerte estaban acechando.
Los
planes de futuro siempre eran aleatorios
y estaban supeditados a la “salud”, algo que todavía se considera hoy en día,
pero con mucha menos sensación de amenaza, sobre todo en las personas jóvenes.
Hoy rara vez se muere un niño; antes en cada familia había varios
fallecimientos en edad infantil.
La muerte en los pueblos primitivos constituía un evento de
suma importancia, tanto para el individuo, como para la comunidad. Los ritos
funerarios y las exequias fúnebres se realizaban con gran solemnidad. Trataban
de conectar la vida de este mundo, con el más allá después de la muerte.
En
algunas civilizaciones antiguas, como la egipcia, los poderosos pretendían
asegurar su vida en ultratumba con monumentos grandiosos, como las pirámides.
Las manifestaciones de duelo eran, en general, públicas, incluso, el
sufrimiento se teatralizaba para hacer partícipe a la comunidad del tremendo
dolor que suponía para los familiares y amigos, perder al difunto.
En la alta
edad media, como señala Philip Aries[1], “las manifestaciones más
violentas de dolor afloraban justo después de la muerte. Los asistentes se
rasgaban las vestiduras, se mesaban la barba y los cabellos, se despellejaban
las mejillas, besaban apasionadamente el cadáver, caían desmayados y, en el intervalo
de estas manifestaciones, pronunciaban el elogio del difunto, uno de los
orígenes de la oración fúnebre”. Después, seguían los ritos religiosos y,
posteriormente, la comitiva fúnebre recorriendo la ciudad o el pueblo del
difunto, se dirigiría al lugar de enterramiento para la inhumación del cadáver.
Todo, en estos cuatro tiempos marcados por el ceremonial que suponía la muerte
de una persona en aquella sociedad.
¿Quiere esto decir que hoy se sufre menos por los difuntos?
Considero que no tiene nada que ver. Estamos en la cultura de la felicidad, que
cada vez se aleja más de la realidad y que cada vez está más lejos de cualquier
tipo de sufrimiento, por eso, las manifestaciones excesivas de dolor ante la
muerte no tienen cabida en las ceremonias comunitarias. Hoy, no se concibe ni
se acepta la enfermedad ni el sufrimiento, no se acepta ni el envejecimiento,
solo la juventud, la belleza, el triunfo. Por tanto, tampoco se acepta la
muerte, que es el último e inexorable fracaso y, como no se puede evitar, se
lleva en silencio, sin ceremonias que trasciendan de lo privado.
La muerte de hoy, es con frecuencia la muerte en soledad.
Nos parece una muerte trágica, y conceptuamos la soledad como un sufrimiento
añadido muy importante. Por eso, nos imaginamos una muerte buena como una
muerte en paz, sin sufrimientos y, sobre todo, rodeados de nuestros seres
queridos que, en ese momento, nos aportan cariño y consuelo. Hoy, es frecuente
que esto no sea así. Lo habitual es morir en el hospital rodeados de toda
parafernalia terapéutica, que sirve de poco en ese momento. Y en ocasiones,
solos.
Ángel Cornago Sánchez. De mi libro: “Comprender al enfermo”
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