AGAPITO
Agapito era un hombre de aspecto entrado en años, aunque de edad
indefinida. De mediana estatura, porte abarquillado, grandes y huesudas manos,
y pies enormes. De penetrantes ojos negros, cuando fijaba su mirada por debajo
de sus pobladas y enmarañadas cejas, de niño, me sobrecogía. Su rostro era cetrino
y arrugado, de nariz grande y aguileña, cubierto por una poblada barba de pelo
entrecano que le llagaba casi a la cintura. La cabeza siempre cubierta por una
boina mugrienta, debajo de la cual, sobresalían unas greñas que se extendían
por el cuello y se confundían con la barba.
Su atuendo era original y
chapucero: una roída gabardina que se adivinaba había sido en sus tiempos vestimenta
militar por los botones dorados que todavía le quedaban, y por unos galones, al
parecer de sargento, que persistían en sus hombreras; estaba adornada con
brillos y lustres, y salpicada de manchas de muy diversos colores y
procedencia. Los pantalones hechos de uno y mil pedazos, se embutían en piales calzados
en albarcas grandes y desproporcionadas. De su hombro colgaba la alforja de la
que sobresalía, al parecer para tenerla siempre a mano, una bota de vino de inusitado
tamaño. Todo él despedía un olor especial: soso, con efluvios a humo y a estiércol.
Llegaba al pueblo periódicamente. Su itinerario eran los pueblos de la
falda del Moncayo por los que se desplazaba, siguiendo siempre el mismo
itinerario; en cada uno pasaba seis o siete días viviendo de la caridad de los
vecinos que compartían con él lo poco que tenían. Nadie sabía de donde
procedía, pero llevaba por aquellos lugares más de veinte años.
De muy niños,
nuestros padres y abuelos nos amenazaban con que nos iba a llevar “el Agapito”
si nos portábamos mal. Ya de más edad nos dimos cuenta de que era inofensivo y,
más tarde, por su mirada apacible, de que era un buen hombre; nunca nadie tuvo
quejas de él; incluso en sus borracheras era comedido, solo se adivinaban por
el tiempo que pasaba aletargado en su refugio; lo hacía sobre un lecho de paja
en la “casa de los pobres”, local del Ayuntamiento que únicamente constaba de
una estancia con un pequeño hogar árabe en el suelo.
Aquel invierno fue especialmente duro. Era Noche Buena y la nieve
había caído con insistencia durante todo el día. Agapito había llegado al
atardecer, como siempre por el camino de Queiles siendo fiel a su ruta. Venía
jadeante, mojado, a paso lento apoyado en su gayata, con su gran nariz y los
bordes de sus orejas amoratadas por el frío. Varios vecinos le llevaron leña
para que hiciera fuego, se secara y se calentara, y comida para que, al menos
aquella noche, tuviera una buena cena.
Todos celebramos la “noche buena”, como siempre, en familia.
A la mañana siguiente le encontraron muerto junto a los rescoldos de
la lumbre. Le habíamos dado lo que nos pareció necesario; pero no pudimos o no supimos cambiar su
soledad, aunque, probablemente, tampoco le importó.
Se enterró en nuestro cementerio, ya que nadie reclamó su cadáver,
acompañado por casi todos los vecinos, al fin y al cabo, representaba uno de
los roles que en todas comunidades pequeñas son habituales: el tonto, el
borracho, la casquivana, etc.; el fue en la ruleta de vida el “pobre”, el
desgraciado. Es el papel que le tocó representar a Agapito, aunque…, cuando
recuerdo la expresión de paz en su mirada, dudo que fuera tan desgraciado como
nos parecía.
Feliz Navidad.
Ángel Cornago Sánchez
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