Juanito era un hombre rubicundo, obeso, pequeño de estatura y de carácter abierto. Era alegre, dicharachero, amigo de sus amigos y tremendamente emprendedor. Cuando joven, hizo la mili en África y, al vestir el uniforme, empezó a ser patente para todos lo que hasta entonces sólo habían apreciado las personas de su círculo más íntimo. En los desfiles, llevaba el fusil como si fuera el palo de una fregona con la que fuese a hacer las tareas de la casa.
- Me
estropeas todos los desfiles -le decía el sargento-. Visto desde atrás,
mientras todos los cañones de los fusiles llevan un ritmo y un compás, el tuyo
parece que va marcando un vals.
- Mi
sargento -le decía Juanito-, lo hago lo mejor que sé, lo que pasa es que no me
sale... no sé hacerlo de otra forma.
-
Juanito... -proseguía el sargento- yo creo que eres mariquita, por no decir
otra cosa, porque esos andares que sacas con el fusil al hombro, parecen
andares de pasarela.
- A lo
mejor tiene razón mi sargento, esto de las armas y de los militares nunca me ha
gustado
El
sargento un hombre mayor, a punto de jubilarse y pasado del ejército y de toda
su parafernalia, entendía lo que le sucedía a Juanito.
- ¿Te
gustan las mujeres? ¿Te gustaba jugar con muñecas cuando eras niño? -le
preguntaba.
- La
vedad es que me gustaba jugar con las muñecas de mis hermanas, pero yo creía
que era porque siempre he estado rodeado de mujeres; mi madre se quedó viuda
cuando yo era muy niño y me crié con ella y tres hermanas. Y respecto a las
mujeres... las chicas, la verdad es que no me atraen demasiado. Me llaman más
la atención los compañeros fuertes y musculosos, tal vez porque me gustaría
parecerme a ellos.
-
Juanito..., fijo que eres mariquita -le dijo el sargento-. En cuanto acabemos
la instrucción te voy a poner en la cocina, allí se te notará menos.
Desde
aquel momento, aunque antes lo había sospechado muchas veces, asumió que sus
inclinaciones sexuales correspondían a su propio sexo, y si hasta entonces lo
había reprimido o había barajado esa posibilidad con miedo, desde entonces lo
asumió con la mayor naturalidad. Tuvo varios amantes, uno de ellos el sargento,
y después de licenciarse, convivió con varias parejas diferentes.
Cuando
tenía cuarenta años, estaba trabajando de censor de cuentas en una empresa de
auditorías, y comenzó a encontrarse mal. En un principio no le dio demasiada
importancia, pero los síntomas fueron en aumento y, enseguida, sospechó lo
peor. La vida de crápula que había llevado, con una promiscuidad sexual en su
caso manifiesta, la iba a pagar de la forma que desde los estamentos
religiosos, les decían que era como una maldición divina para los de su
condición: el SIDA. Fue al médico convencido de que estaba afectado por dicha
enfermedad y, desde los primeros momentos de la entrevista, le dijo que era
homosexual, antes de que el médico le preguntara nada. Don Servando, un médico
joven, calvo y estirado, cuando Juanito le dijo que era gay le miró con
frialdad y le pareció apreciar que con desprecio. Le pidió unos análisis y le
citó una semana después para el resultado. Cuando acudió a la cita, Don
Servando con un tono que parecía decepcionado, le dijo que no tenía SIDA, pero
que tenía una anemia que había que estudiar, y que por eso le derivaba al
internista del hospital.
Cuando le
llegó la cita, habían pasado cuarenta días. En ese tiempo, Juanito había
adelgazado ocho kilos, y tenía en el estómago molestias cada vez mayores. El
médico le exploró y le dijo que era conveniente ingresarlo para completar
estudio. Juanito le pidió que le explicara la causa de por qué debía ingresar;
la única explicación fue, que era necesario estudiarlo para saber qué tenía. Le
hicieron diversas pruebas: más análisis, gastroscopia, ecografía y escáner.
Durante su ingreso nadie le decía nada, ni el porqué de las pruebas ni los
resultados de ellas, a pesar de que él preguntaba con insistencia. Siempre le
daban largas. Después de todos los estudios, un día entró el doctor y le dijo
que era conveniente operarle del estómago porque tenía una úlcera peligrosa.
- ¿Qué
quiere decir, “peligrosa” doctor, que tengo cáncer?
- ¡No, no
es eso! Es una ulcerilla complicada que nos puede traer problemas -dijo el
médico trasmitiendo que no existía excesiva gravedad.
- Doctor
yo quiero saber la verdad -insistió Juanito-. He visto morir a compañeros míos
y quiero saber a qué atenerme en cada momento.
- Usted
debe confiar en nosotros le dijo el médico -dando la conversación por cerrada-.
Cuando
salió de la habitación, llamó a las hermanas de Juanito y les dijo que tenía un
cáncer de estómago de aspecto evolucionado y que iban a intentar operarle. Las
hermanas insistieron en que no le dijeran nada, pues había sido siempre “muy
blando” y se iba a derrumbar. La intervención fue un fracaso, pues cuando le
abrieron pudieron comprobar que todo estaba invadido; no le pudieron hacer
nada, sólo “abrir y cerrar”. Cuando les preguntó a los cirujanos qué tal había
ido la intervención, le dijeron que bien, que había quedado muy bien, pero que
era conveniente que llevara un tratamiento de quimioterapia para asegurar el
resultado. Cuando Juanito vio que le pasaban a oncología y que iba a llevar
tratamiento con quimioterapia, volvió a preguntar si tenía cáncer. Le dijeron
que era una úlcera malignizada en uno de los bordes, pero que con la intervención
y la quimioterapia iría todo bien.
Al contrario de lo que le decían, se fue
encontrando cada vez peor. Se le cayó el pelo. El verse así, le hacía sufrir
mucho. Cada vez que se miraba en el espejo se deprimía, por una parte, por el
aspecto tan deplorable que tenía, pero sobre todo porque había perdido aquella
melena rizada de la que se sentía tan orgulloso. Tenía intensos dolores que no
llegaban a calmar con los medicamentos que le administraban. Se fue
deteriorando cada vez más. Se sentía aislado, no podía hablar con nadie de sus
inquietudes y de sus miedos; sospechaba que le estaban engañando, aunque a
veces, le surgía la esperanza, diciéndose a sí mismo que era mal pensado, que
seguramente le estaban diciendo la verdad y que debía tener más paciencia.
Los
síntomas fueron cada vez a más y llegó un momento en que se dio cuenta de que
se moría. Pensó que no merecía ya la pena hablar del tema ni con los médicos ni
con sus hermanas. Únicamente se volvió todavía menos locuaz; tenía claro que no
se podía comunicar con la gente que le rodeaba y decidió seguirles el juego.
Cuando le decían que tenía que tener paciencia, que el proceso era lento y que
se pondría bien, asentía convencido de lo contrario. Murió en el hospital. Los
últimos días fueron de unos dolores insoportables que no acertaban a calmar
suficientemente; bueno... más bien ponían poco interés en calmarle, al fin y al
cabo, era un paciente terminal y no había nada que hacer. Seguramente el que
fuera homosexual hizo sentir a algún sanitario que se lo tenía merecido. La
noche que falleció se había quedado sólo, como casi todas; sus hermanas tenían
su familia y no podían quedarse a cuidarle durante la noche. Cuando entró la
enfermera de madrugada a dar vuelta le encontró muerto, ya frío.
Juanito tuvo una información
deficiente, engañosa y casi nula, de la que los médicos y sus hermanas fueron
cómplices. La actitud de las hermanas, es frecuente en los familiares de los
pacientes terminales en un intento de acallar su propia angustia. En los
médicos que le atendieron, es imperdonable; debían haberle informado del
diagnóstico, mucho más, teniendo en cuenta que Juanito lo demandó. Tenía
derecho a saber que no se le había podido operar, tenía derecho a saber si la
quimioterapia le iba a ofrecer algo o sólo sufrimientos, como así fue. Tenía,
además, derecho a que le calmaran los dolores, a no sentirse sólo en los momentos
finales, a poder comunicarse. Hay casos similares al de Juanito, aunque cada
vez menos.
Estos casos felizmente hoy son
raros. Hace años se daban con frecuencia. Hoy los sanitarios tienden a informar
a sus pacientes con veracidad, aunque depende quien, no con delicadeza. También
los protocolos de tratamiento del dolor y la sedación han mejorado mucho la
calidad de vida en la fase terminal. También, felizmente, la condición sexual
no es una circunstancia negativa para la mayoría de los sanitarios.
De
mi libro “El paciente terminal y sus vivencias”. Edt. SalTerrae.
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