ASÍ NOS EDUCARON
Estaba roto, harto de corregir
el gesto, de mostrar en el rostro sensaciones que no se correspondían con el
momento que en realidad estaba viviendo.
Con códigos inconscientes, nos
habían educado para ser amables, educados, correctos, cariñosos y…, sumisos con
el poderoso; había que dar una imagen de afabilidad, discreción, docilidad,
nunca de competencia; al poderoso no le gustan las personas seguras de sí
mismas, con criterios propios, las perciben como amenazantes para su estatus.
Al mismo tiempo nos habían
educado para ser agresivos, audaces, seguros, altivos, soberbios..., con el
débil. Con el débil había que dar una imagen de seguridad, de suficiencia, de
poder, aunque todo ello, eso sí, impregnado en un halo de moralina
paternalista. La relación con el débil es muy importante porque nos confirma
nuestro propio valer; es la referencia que nos permite reafirmarnos en nuestro
estatus de superiores. Si el débil osaba contradecirme, sentía una sensación de
rabia contenida y contestaba con una agresividad desproporcionada. !Estaría
bueno¡
No había más estatus. Nos
habían educado a tener la sensación que en los intercambios relacionales, a las
personas había que colocarlas por encima o por debajo, sólo había que
mantenerlas a nivel el tiempo justo de medirlas.
Era una lucha sin cuartel de
actitudes vacías, sumisas o altivas. Mientras, yo, sin mirarme en el espejo,
sin dibujar mis contornos, sin matizar mi silueta, desorientado, con el regusto
amargo de estar vacío, crispaba y adaptaba el gesto adecuándolo al momento que
parecía estaba viviendo.
Un buen día en que el sol
brillaba con más fuerza, di un corte de mangas a la “fábrica de códigos”, y con
las manos en los bolsillos, despeinado, la figura descompuesta, saltando de
forma descoordinada, emitiendo gritos de placer e impregnado de una gozosa
sensación de libertad, di la espalda al pasado y, respirando hondo, me fui por
la senda que lleva al horizonte blanco y azul.
Y..., aquí estoy. Actualmente
dudo, río, lloro, pero me miro en el espejo y me percibo, toco mi silueta y sé
que soy yo, hablo con la gente y sé que son iguales... Muchas veces, me siento
en el suelo para sentir en las posaderas mi propio peso, mientras con las
palmas de mis manos trato de percibir el latido de la tierra.
Y este latido, me dice cada
día que sigo vivo, porque me enervo por las injusticias, por la utilización
perversa de los poderes, por los razonamientos sectarios, y…, por otras muchas
cosas más, a las que espero no acomodarme nunca.
Ángel Cornago Sánchez. De mi
libro “Arraigos, melindres y acedías”.
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