El
cine.
De aquellos años son las
primeras películas que vi; eran en blanco y negro, aunque inmediatamente
llegaron las de color, después el cinemascope y más tarde el “todao”; eran
avances de una industria que, todavía sin televisión, constituía el mayor y
habitual esparcimiento. Muchos domingos, sobre todo en invierno, veíamos dos
películas, y en ocasiones hasta tres. La industria debía de ser boyante porque,
en una ciudad media como Tudela, había hasta seis cines. Da idea del éxito que
tenía entonces en nuestra ciudad el séptimo arte.
En estas salas vimos muchas
películas, generalmente de aventuras, o grandes producciones que hoy se siguen
considerando obras maestras. Vivíamos el cine con pasión y nos dominaba
fundamentalmente el argumento que siempre se reducía a la lucha de “los buenos”
contra “los malos”. Cuando los buenos estaban en apuros en su lucha contra los
malos, después de un silencio sepulcral en el que todos estábamos angustiados y
habíamos dejado hasta de comer pipas o cacahuetes, y se veía que llegaba el
amigo o los refuerzos que iban a salvarlos de aquella situación, todos los
presentes prorrumpíamos en aplausos y pataleos, sobre todo los de “gallinero”,
pues el suelo al ser de madera era mucho más sonoro. Estas escenas,
generalmente, precedían el final y, al encender las luces, creo que se
adivinaba en nuestros rostros la satisfacción porque una vez más hubiera
triunfado el bien sobre el mal.
Entonces, todo era muy
moralizante, las cosas eran buenas o malas, blancas o negras, no había matices
intermedios, ni dudas, era algo consustancial al régimen político y religioso
en que vivíamos. La censura cortaba escenas con mínimo contenido erótico y,
asimismo, se encargaba de que no viésemos películas que discrepasen, ni tan
siquiera que pusiesen en tela de juicio estos principios; de las películas
salíamos enardecidos para ser héroes en defensa de unos valores, lo mismo que
de los sermones salíamos convencidos para ser santos; luego la realidad de la
vida ha sido muy distinta.
El cine asimismo era un sitio
socorrido por las parejas de novios; en verano no había problema y el “prado”
servía para manifestarse sus arrumacos, pero en invierno por el frío, el cine
era el sitio preferido. Solían pedir las entradas de las últimas filas,
generalmente en los extremos; era donde peor se veía pero donde mejor podían
dar rienda suelta a sus manifestaciones de cariño; se solía llamar “la fila de los
mancos”, porque sólo se les veía una mano ya que la otra la tenían ocupada
hurgando en los encantos de su pareja. Era algo habitual y nadie se sorprendía
de que así fuera, es como si hubiese un acuerdo tácito, y no resultaba ni mal
visto; sin embargo, sí que resultaba chocante, a días, el ver la sala casi
vacía y las parejas intercaladas en las últimas filas de tal forma que no se
molestaban unas a otras.
Ángel Cornado Sánchez. De mi libro “Arraigos,
melindres y acedías”. Ed. Trabe
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