El
mulo.
A propósito del cariño que se
tiene a los animales, recuerdo un verano allí en Los Fayos, que el mulo de un
vecino llamado Pedro se había roto una pata y, por lo visto, no se le podía
curar; lo que se hacía en aquellos casos era venderlo a una fábrica de chorizos
cercana o matarlos en un descampado. Los niños nos enteramos de que iban a matar
al mulo cuando vimos la comitiva en la que Pedro, el dueño del mulo, lo llevaba
del ramal, desnudo, sin aparejos, cojeando ostentosamente, apoyándose sólo en
tres patas, seguido por otro hombre del pueblo con una escopeta de cartucho
colgada del hombro y un pitillo entre los labios. Caminaban todos lentamente,
los hombres cabizbajos y en silencio, y el mulo dócil y confiado detrás de su
amo; tomaron el camino de la salida del pueblo y luego el del barranco de “la
revuelta”. A los niños a partir de allí no nos dejaron seguir. Pasado un rato
en el que todos estuvimos en silencio como mascando la tragedia, oímos dos
estampidos secos casi seguidos; nos quedamos sobrecogidos.
Al rato apareció Pedro con el
cabezal y el ramal del mulo en la mano, llorando a lágrima viva, seguido unos
pasos atrás por el hombre de la escopeta que parecía más liberado por haber
pasado ya aquel trance; tomaron el camino del pueblo. Algunos niños subieron
hasta el lugar donde le habían matado; yo no quise hacerlo, pues me había
impresionado suficientemente el drama del pobre mulo, y el de su dueño, aun sin
llegar a entender que queriéndolo tanto hubiese tenido que matarlo; entonces pensé que eran cosas de esa tarea
tan ardua que a veces les tocaba hacer a los adultos. Durante varios días vimos
sobrevolar a los buitres por encima del barranco, y no podía quitarme de la
cabeza la imagen del mulo cojeando, confiado, cuesta arriba a la salida del
pueblo.
Años después mandé sacrificar
a un perro que tuve durante varios años; era un pastor alemán precioso que con
el tiempo resultó ser muy peligroso, ya que atacó y mordió a varias personas,
entre ellas a mi hijo; tuve miedo de que un día sucediera una desgracia mayor.
A pesar de que tuve claro que debía hacerlo, sentí una terrible pesadumbre; el
ser responsable de segar de forma repentina la vida en un cuerpo que minutos
antes estaba lleno de vida, es una tragedia real que a poca sensibilidad que se
tenga se siente muy adentro. Los individuos que tienen el valor de matar a otro
ser humano a sangre fría, tienen que ser unos desalmados y estar haciéndose
lavados de cerebro permanentemente, pues a poca lucidez que se tenga, cuando se
den cuenta de las barbaridades que han cometido, deberían sentir una
desesperación y unos remordimientos sin límite.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe
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