La cuesta.
La cuesta junto al otero, la
que está a la salida del pueblo, la que lleva a la explanada desde donde se
domina el valle donde voy a descansar muchos atardeceres en busca de paz y de
distanciamiento de las miserias cotidianas, es una cuesta dura, de tierra y
grava, con rodaderas marcadas por las ruedas de los carros que van al monte, y
en las que cuando regresan cargados de leña
se hunden hasta los ejes.
Llevo muchos años subiendo esa
pendiente. Cuando niño, con otros del pueblo, era el camino que tomábamos para
dirigirnos al despeñadero, lugar a una hora caminando del pueblo, donde el lecho del río se derrama pendiente
abajo formando una balsa en su base que utilizábamos para bañarnos desnudos en
las calurosas tardes de verano.
En mi adolescencia,
melancólica, subía por la cuesta cuando regresaba del colegio en las vacaciones
de verano con el libro de poemas apretado entre las manos, como si llevase un
secreto del que fuese a gozar en solitario. Subía por la cuesta, después bajaba
hacia el río y sentado en la hierba del soto, recostado en el tronco de un
viejo chopo, saboreaba las rimas y leyendas de Bécquer, los poemas de Machado,
los versos de Calderón, de Lope, de Neruda... Era una sensación de gozo
interior que entonces sentía con la lectura y que me ha costado años, después
de muchos avatares, volver a revivir.
Más tarde, por esa cuesta subí
cogido de la mano de mi primera novia. El destino era el mismo, las choperas al
lado del río; al principio con la caída del sol iniciábamos el regreso, después
recibíamos allí las penumbras y más tarde la oscuridad. Fueron las primeras
experiencias de amor y de sexo, con lo de sublime que tienen ambas sensaciones
cuando se experimentan juntas. De regreso, anochecido, la felicidad no cabía
por la cuesta, y en vez de andar sobre el suelo parecía que lo hacíamos sobre
algodones. Todavía si me esfuerzo logro imaginar con nostalgia, que no reproducir, aquella sensación.
Los días de lluvia la cuesta
recoge las aguas de la ladera de su derecha, donde convergen varios barrancos;
toda ella se convierte en un rápido torrente que llega a arrastrar piedras y
guijarros; como muestra, después de escampado, quedan pequeños montoncillos en
la curva que precede la subida. Pasada la tormenta me gusta salir allí a percibir el olor a tierra mojada, a
romero y a tomillo, que lo invaden todo después de la lluvia, mientras las
babosas y los caracoles, eufóricos y atolondrados inician escarceos suicidas
por el camino.
Arriba de la cuesta torciendo
a la izquierda, serpentea un sendero escoltado de cipreses que va a parar al
camposanto. Entramado de cruces y de nichos, de flores frescas y otras
marchitas, goterones de cera, de silencios y de suspiros, de monólogos no
respondidos, de excusas y arrepentimientos siempre aceptados, de lágrimas
escapadas, de sollozos incontenidos.
Es la cuesta de mi pueblo, la
que de momento me lleva a la era que domina el valle, donde respiro hondo, me
distancio de mis preocupaciones cotidianas y me siento lleno de paz.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe
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