Los
espacios.
Todos los animales, también los humanos, necesitamos un
territorio donde movernos y desarrollar nuestra actividad cotidiana. De hecho,
la regulación de las especies y las guerras, tienen mucho que ver con la
interferencia y la falta de espacios. La superpoblación genera violencia como
búsqueda de una nueva distribución de los espacios.
Incluso en el ámbito individual, en la relación con los
demás, todos percibimos que necesitamos un espacio mínimo que se puede cifrar,
dependiendo de las personas, en el que podemos abarcar con los brazos en jarra,
donde en raras ocasiones dejamos introducirse a los otros; ese espacio es mayor
por la espalda, zona que menos podemos controlar, y en determinadas personas o
situaciones. Este territorio individual que todos tenemos y que
inconscientemente salvaguardamos, supone un mecanismo de seguridad instintivo,
no sólo físico, sino también psicológico.
Todos hemos experimentado cierta incomodidad cuando
entramos con otra persona en un ascensor reducido y, solemos colocarnos con la
espalda apoyada en una de las paredes, no sólo por un acto de educación, sino
por sentirnos más seguros. Cuando hablamos con otra persona, sobre todo si es
la primera vez, necesitamos tenerla a cierta distancia, si no, el proceso de valoración
que siempre se produce sufre interferencias.
En nuestra actividad diaria, en el trabajo, pero sobre todo
en casa, tenemos unos espacios habituales en los cuales nos encontramos
especialmente confortables y seguros. Generalmente comemos en el mismo lugar de
la mesa, dormimos en el mismo lado de la cama, nos sentamos en el mismo sillón,
incluso cuando no estamos suelen ser respetados por el resto de los miembros de
la familia; son espacios referenciales unidos indefectiblemente a nuestra vida,
que también tienen muchos animales y que, supongo, constituyen un mecanismo de
seguridad y una prolongación de nosotros mismos.
Cuando la muerte afecta a uno de los miembros de la
familia, existe un primer momento de duelo y desesperación al ver vacíos los
espacios que ocupaba el fallecido, pero tarde o temprano, en un mecanismo de
defensa natural contra el sufrimiento, se invaden o se destruyen; por eso es
frecuente el cambiar los muebles de lugar, cambiar la decoración, etc., en
búsqueda de una nueva distribución que borre los anteriores.
Podríamos decir que nuestro límite no acaba en nuestra
piel, sino que existe un halo de espacio que siempre nos acompaña y que forma
parte de nosotros; en nuestra vida diaria necesitamos también lugares o
espacios referenciales en los que, instintivamente, nos encontramos seguros y
confortables.
Ángel Cornago Sánchez
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