LA BICI
Entonces, a diferencia de hoy, hacíamos la vida en la calle.
Cuando llegábamos de la escuela, con el tiempo justo de coger el bocadillo de
la merienda, bajábamos a la calle a reunirnos con nuestros amigos. La calle era
entonces un sitio habitable; los dueños éramos los peatones y en especial los niños que poblábamos las calles y
plazas, de tal forma que los pocos vehículos motorizados que pasaban, sabían
que la responsabilidad era fundamentalmente de ellos, porque transitaban por
una zona en que el extraño era la máquina de motor.
El único vehículo que
entrañaba algún riesgo eran las bicicletas que empezaban a abundar y había,
como siempre, insensatos que se lanzaban a toda velocidad. La gente tampoco
estaba acostumbrada a cruzar la calle con cuidado seguros como estaban, de que
no podía aparecer ningún vehículo agresor, así que empezó a haber algún accidente.
Un día cuando era ya muchacho, sufrí un pequeño percance
cuando iba con la primera y única bici que tuve, que hacía poco mi padre me
había comprado de segunda mano; por una parte, al parecer no debía de ser muy
ducho en el manejo, y por otra, probablemente estaba fascinado por la sensación
agradable que producía el lanzarse cuesta abajo a toda velocidad desde la plaza
San Jaime por la calle Verjas hasta el Puente de Hierro.
Estaba haciendo una de
estas bajadas que había repetido varias veces, cuando de repente de la calle
del Horno de La Higuera ,
salió una chica con un cesto lleno de melocotones; cuando me vio llegar se
quedó espantada en medio de la calle sin decidirse a apartarse a un lado o al
otro; frené en seco pero la bici se deslizó y no pude evitar el meterle la
rueda entre las piernas, tirarle todos los melocotones que con la inercia
bajaron rodando calle abajo, y en nada estuvo en que no caímos los dos por el
suelo.

Ángel Cornago Sánchez.
De mi libro "Arraigos, melindres y acedías" Eds. Trabe.
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