Ventanitos,
persona popular en Tudela en el siglo pasado
Un hombre peculiar de aquella época (los años cincuenta del siglo pasado), fue Ventanitos. Se llamaba Jesús pero todos le llamábamos “Ventanitos” y, habitualmente, añadíamos el calificativo de “colín”. Lo de “Ventanitos” se debía a unos “pedazos” de tela de color más intenso, generalmente azul, de forma cuadrada cosidos para arreglar el desgaste del pantalón a la altura de ambas nalgas y de las rodillas, que semejaban pequeños ventanos; y lo de “colín”, porque siempre buscaba el asentimiento de los adultos, y si estos eran guardias, concejales o el alcalde, mucho mejor. Su venia no era hacia el rico, sino hacia el que él consideraba autoridad de una forma muy primitiva. Tenía la inteligencia de un niño de cuatro o cinco años. Era alto, gordo, escurrido de culo, orondo de tripa, cabeza pequeña que calaba con una boina en el cogote.
Era un buen hombre, incapaz de
crear problemas a nadie. Los niños, como siempre, le hacíamos diabluras, la más
suave llamarle “colín”; él contestaba con su cara de luna llena y sus ojos
inexpresivos, pero probablemente inundados de tristeza: “se lo diré a tu madre
y a tu padre”, nos decía. A veces nos pasábamos e incluso hoy me cuesta trabajo
entender las barbaridades de que éramos capaces.
Ventanitos trabajaba de
barrendero en el ayuntamiento; los barrenderos entonces iban empujando unos
carros de mano metálicos, con ruedas asimismo metálicas, que producían un ruido
intenso al pasar. Cuando lo habían llenado de basura iban a descargar al camino
del Cristo, situado en el extrarradio de Tudela, inmediatamente después de
pasar la antigua fábrica de harinas, hoy sede de la policía municipal. Un día,
estaba con mi amigo Julián en la herrería que regentaba su padre enfrente de la
puerta de
Otra jugarreta que me contaron que se le hizo alguna vez,
cuando estaba despistado quitarle el pasador a una de las ruedas del carro; en
aquellas calles la mayoría de adoquines, al reemprender la marcha, no tardaba
en salirse de su eje y caía el carro con gran estruendo en medio del jolgorio
de los crueles muchachos. No sólo los niños se aprovechaban de Ventanitos para
su divertimento, algunas amas de casa que no habían bajado la basura al paso
del carro municipal, bajaban con el pozal de desperdicios cuando pasaba y lo
capuzaban en su carro de mano; no era raro que, a poco de comenzar la tarea,
tuviera que ir a descargar hasta el camino de “El Cristo”.
Era un hombre sin agresividad,
mejor dicho, era un niño con cuerpo de adulto; en nuestra comunidad jugó el
papel que en todas les tocaba jugar, al tonto del pueblo, al lisiado, al
desvalido; es como si todos, entonces, necesitáramos magnificar las carencias
de unos para remarcar la propia valía o la teórica normalidad, que en realidad
era vulgaridad y mala ralea...
Durante sus últimos años vivía
con su madre en el Hospital Nuestra Sra. de Gracia;
el día que ella murió se
asomó por la tapia de atrás de la huerta, no sé si desesperado o sin percatarse
de lo que ocurría, para decirle a una vecina “Jesusa ya ha caído”. No sé que
fue de él.
Mi recuerdo entrañable a un buen hombre.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro “Arraigos,
melindres y acedías”
Fotografía: Goyo.
Como siempre, ¡fantástico!
ResponderEliminarMuchas gracias Enrique.
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