El tarazonica (apunte costumbrista)
El
“tarazonica” era un tren entrañable, cotidiano, que formaba parte importante de
la vida de la ciudad y de todos los pueblos situados en la cuenca del río
Queiles. Fue el vehículo de los primeros viajes fuera de nuestro entorno de la
mayoría de los habitantes de la zona y, sobre todo para mí, que prácticamente
desde que nací iba con frecuencia a Los Fayos donde vivían mis abuelos y lugar
de nacimiento de mi padre.
Era
un tren sin aspiraciones, de trayecto corto; nacía en Tudela y moría en Tarazona,
en total unos veintidós kilómetros que tardaba en hacer unas dos horas.
Marchaba despacio, sin prisa; las horas de salida, de paso por las estaciones y
las de llegada, siempre eran aproximadas y, en ningún caso, condicionaba las
prisas del maquinista, del fogonero, ni del jefe de estación; todos ellos en
las paradas charlaban un rato mientras los mozos de estación cargaban y
descargaban mercancías de los vagones.
La
máquina era de vapor, y los vagones de madera con bancos también de listones
del mismo material, distribuidos transversalmente dándose la espalda con un
pasillo en el centro. Las ventanillas se podían abrir hasta la mitad; a mí me
gustaba siempre asomarme durante el viaje, aunque había que tener buen cuidado
de no mirar hacia la máquina, pues en la marcha despedía briznas de carbonilla
que se metían en los ojos. Yo no lo recuerdo, pero dicen que era tan lento que
los pasajeros se bajaban a por uva a las viñas y volvían a coger el tren en
marcha; de hecho era, y es todavía costumbre decir, “eres más lento que el
tarazonica“, en memoria de aquel inolvidable tren que fue el primer contacto
con el progreso de muchos tudelanos.
Los viajes que entonces hacía a Los Fayos ocupaban toda una
mañana; había que madrugar y estar por lo menos media hora antes de la salida
en la estación, (eran cosas de mi padre) para tener tiempo de coger el billete,
que no era tal billete, sino un pequeño trozo de cartón rectangular duro, en el
que en la misma taquilla habían impreso el trayecto; tenía un orificio en el
centro y el revisor daba constancia de su trabajo perforándolo con un “crac”
característico hecho con una pequeña tenacilla que llevaba en la mano. En los
vagones los pasajeros iban con toda clase de equipajes: entonces era frecuente
viajar con conejos y gallinas vivos, pues eran los presentes que los que vivían
en los pueblos llevaban a sus parientes
de la ciudad, así que no era raro ir sentado y llevar al lado o debajo del
asiento, un pollo o un conejo atado por las patas, y a veces metido en una cesta
en la que habían cosido un saco para taparla y que los bichos pudieran
respirar. Otros animales que servían para presentes o para el mercado y que
solían llevar los viajeros eran, pichones, corderos, algún cerdito pequeño, e
incluso alguna cabra. Las mujeres de los pueblos la mayoría vestidas de negro
con pañuelo del mismo color en la cabeza, los hombres vestidos con traje de
pana negra, con chaleco, camisa blanca o de rayas, con tirilla, a veces faja
negra y alpargatas blancas o negras; todos cubrían la cabeza con boina que se
solían ajustar en el cogote. Era la indumentaria de día de fiesta, la de día de
trabajo era parecida pero mucho más usada, y los calcetines y las alpargatas en
los hombres eran sustituidas por los piales y las abarcas.
En
el tren iban con frecuencia una pareja de la guardia civil, que con el tren en
marcha pasaba por los vagones de pasajeros mirando y remirando a todos, no sé
si en busca de alguien, o impregnando todo de su autoridad. En aquel tiempo la
guardia civil imponía un respeto rayano en el miedo; vivíamos en un estado
policial donde además de los delitos comunes, estaban perseguidos los
discrepantes políticos. Aunque niños, en aquel momento en que pasaba la pareja
de civiles, como se les solía llamar, con su tricornio, sus grandes capas y el
mosquetón, todo el mundo guardaba silencio influidos por su presencia, y el
ambiente no volvía a recuperarse hasta minutos después de haber desaparecido
del vagón y, sobre todo, si se les veía que se apeaban en alguna de las
estaciones del trayecto. Ellos eran conscientes de su poder y, en general, se
comportaban con chulería y prepotencia. Siempre ha sido y sigue siendo igual: a
un imbécil con algo de poder se le agudiza su condición de imbécil y se muestra
con prepotencia y bravuconearía; les suele suceder a mucha gente con uniforme, o
con poder político, también en la actualidad.
Ángel Cornago Sánchez
Fotografía N. Salinas
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