Fiestas de Tudela
Las fiestas de Tudela también son un recuerdo que entra por
el oído además de por la vista. El bullicio de la calle, el colorido blanco y
rojo de las vestimentas, el desenfado espontáneo y ocurrente de mis paisanos,
el sonido de las charangas, constituyen un espectáculo que contagia y arrastra
a un estado de especial euforia. Es un ambiente de alegría desbordante que
afecta a todos, desde los niños pequeños a las personas mayores. Pienso que es
una catarsis colectiva sumamente sana, y que, junto con los actos de
solidaridad en grupo, constituye una de las muestras más saludables de los
humanos. Para mí todavía constituye un espectáculo salir a la calle en fiestas
y observar la alegría desbordante de la gente; casi nunca me he marchado de las
fiestas de mi pueblo, y la razón que aduzco, es que “¿donde lo voy a pasar
mejor?”, aunque sólo esté de mero espectador.
El acto del chupinazo para inaugurar las fiestas constituye
uno de esos momentos que me emocionan profundamente. La plaza se va llenando
progresivamente, hasta estar hasta los topes unos minutos antes de las doce;
los balcones engalanados con la bandera de Tudela, los pañuelos rojos en la
mano, las vestimentas blancas, el ambiente festivo y expectante. Con las
campanadas de las doce se produce el saludo del alcalde o del concejal de
turno, con un desgarrado: “tudelanos, tudelanas,!viva Tudela¡,!viva Santa
Ana¡” seguido por los !vivas¡ de la
muchedumbre, por el chupinazo y por una inmediata explosión de júbilo, griterío
festivo y música. Ese momento me produce un escalofrío que recorre todo mi
cuerpo y, a veces, confieso, que he tenido que esforzarme para no mostrar mi
emoción. Cuando vivía fuera de Tudela, algún año he llegado unos minutos antes
del chupinazo, he saludado a mis padres desde la calle y me he ido corriendo a
la plaza para no perderme ese momento.
Ángel Cornago Sánchez
De mi libro "Arraigos, melindres y acedías". Eds. Trabe.
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